¡Qué importante en la vida es tener un corazón agradecido, en deuda, con el Señor y con los demás!
Digo en deuda porque hay cosas que no se pueden pagar. Si una persona, por ejemplo, se está ahogando en el mar, y otra, con gran esfuerzo y peligro de su vida le salva, ¿cómo le va a pagar? ¿Con qué? ¿No estará más bien agradecida toda su vida y no sabrá nunca qué hacer para compensar ese favor?
En nuestras relaciones con el Señor sucede algo parecido. Hay un salmo que dice: “¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?” (Sal. 115, 12).
Algo de eso le pasaba al leproso samaritano curado del Evangelio de este domingo. Era lógico que se volviera “alabando a Dios a grandes gritos”, y se echara por tierra, “a los pies de Jesús dándole gracias”. Y es que la lepra era una enfermedad incurable y terrible. Las personas mayores pueden recordar todavía las campañas contra la lepra de Raúl Follerau y de otros. Y también, la película “Molokay, la Isla maldita”, que nos presenta la vida de San Damián, el apóstol de los leprosos.
En la época de Jesús, el leproso tenía que vivir alejado de la sociedad, por el peligro de contagio. Y tenía que estar gritando siempre: “¡Impuro, impuro! ¡Soy impuro!
La lepra, además, era considerada un castigo por el pecado. De esta forma, el leproso era maldito ante Dios y ante la sociedad.
Solían vivir en grupo; la desgracia común hacía que se unieran unos con otros; es normal que fueran diez los leprosos del Evangelio de hoy. Se pararon a lo lejos y, a gritos, le decían al Señor: “Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros”. Y el Señor se compadeció de ellos y los curó cuando iban de camino hacia los sacerdotes, que tenían que certificar su curación e integrarlos en la comunidad.
Viéndose curados los diez leprosos, los nueve judíos siguieron a presentarse a los sacerdotes y nada más. Ellos estaban acostumbrados a profetas y milagros y, tantas veces, eran insensibles a la gratitud ante “las acciones de Dios”. Sin embargo, el extranjero, el samaritano, como en otro tiempo Naamán, el sirio, (1ª Lect.), despierta a la fe y vuelve a Jesucristo, “alabando a Dios a grandes gritos y se postró a sus pies, rostro en tierra, dándole gracias”; y Jesús no le manda ya a los sacerdotes judíos, porque Él es el nuevo y único Sacerdote del Nuevo Testamento, que le integra en un pueblo nuevo, la Iglesia, cuando le dice: “Levántate, vete: tu fe te ha salvado”.
El corazón de Cristo, más sensible que el nuestro, muestra su extrañeza porque los otros nueve que, a pesar del milagro, no se abren a la fe en el Mesías y a la acción de gracias a Dios por sus maravillas. A mí me gusta decir que los milagros no siempre lo resuelven todo: “Si no hacen caso a Moisés y a los profetas, no harán caso, ni aunque resucite un muerto”, escuchábamos en el Evangelio, hace algunos domingos. Ya Jesús, en la Sinagoga de Nazaret, había dicho: “Muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, y ninguno fue curado más que Naamán, el sirio”. “Y se extrañaba de su falta de fe” (Mc 6, 6).
Hoy es un día apropiado para reflexionar sobre la importancia de la gratitud al Señor y a los demás. La lepra hace insensibles los miembros del cuerpo afectados por la enfermedad; ¡huyamos, pues, de la “lepra de la ingratitud”, y, con el salmo, cantemos la bondad y la misericordia de Dios, que hace maravillas en nuestro favor!
¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!
Digo en deuda porque hay cosas que no se pueden pagar. Si una persona, por ejemplo, se está ahogando en el mar, y otra, con gran esfuerzo y peligro de su vida le salva, ¿cómo le va a pagar? ¿Con qué? ¿No estará más bien agradecida toda su vida y no sabrá nunca qué hacer para compensar ese favor?
En nuestras relaciones con el Señor sucede algo parecido. Hay un salmo que dice: “¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?” (Sal. 115, 12).
Algo de eso le pasaba al leproso samaritano curado del Evangelio de este domingo. Era lógico que se volviera “alabando a Dios a grandes gritos”, y se echara por tierra, “a los pies de Jesús dándole gracias”. Y es que la lepra era una enfermedad incurable y terrible. Las personas mayores pueden recordar todavía las campañas contra la lepra de Raúl Follerau y de otros. Y también, la película “Molokay, la Isla maldita”, que nos presenta la vida de San Damián, el apóstol de los leprosos.
En la época de Jesús, el leproso tenía que vivir alejado de la sociedad, por el peligro de contagio. Y tenía que estar gritando siempre: “¡Impuro, impuro! ¡Soy impuro!
La lepra, además, era considerada un castigo por el pecado. De esta forma, el leproso era maldito ante Dios y ante la sociedad.
Solían vivir en grupo; la desgracia común hacía que se unieran unos con otros; es normal que fueran diez los leprosos del Evangelio de hoy. Se pararon a lo lejos y, a gritos, le decían al Señor: “Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros”. Y el Señor se compadeció de ellos y los curó cuando iban de camino hacia los sacerdotes, que tenían que certificar su curación e integrarlos en la comunidad.
Viéndose curados los diez leprosos, los nueve judíos siguieron a presentarse a los sacerdotes y nada más. Ellos estaban acostumbrados a profetas y milagros y, tantas veces, eran insensibles a la gratitud ante “las acciones de Dios”. Sin embargo, el extranjero, el samaritano, como en otro tiempo Naamán, el sirio, (1ª Lect.), despierta a la fe y vuelve a Jesucristo, “alabando a Dios a grandes gritos y se postró a sus pies, rostro en tierra, dándole gracias”; y Jesús no le manda ya a los sacerdotes judíos, porque Él es el nuevo y único Sacerdote del Nuevo Testamento, que le integra en un pueblo nuevo, la Iglesia, cuando le dice: “Levántate, vete: tu fe te ha salvado”.
El corazón de Cristo, más sensible que el nuestro, muestra su extrañeza porque los otros nueve que, a pesar del milagro, no se abren a la fe en el Mesías y a la acción de gracias a Dios por sus maravillas. A mí me gusta decir que los milagros no siempre lo resuelven todo: “Si no hacen caso a Moisés y a los profetas, no harán caso, ni aunque resucite un muerto”, escuchábamos en el Evangelio, hace algunos domingos. Ya Jesús, en la Sinagoga de Nazaret, había dicho: “Muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, y ninguno fue curado más que Naamán, el sirio”. “Y se extrañaba de su falta de fe” (Mc 6, 6).
Hoy es un día apropiado para reflexionar sobre la importancia de la gratitud al Señor y a los demás. La lepra hace insensibles los miembros del cuerpo afectados por la enfermedad; ¡huyamos, pues, de la “lepra de la ingratitud”, y, con el salmo, cantemos la bondad y la misericordia de Dios, que hace maravillas en nuestro favor!
¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!
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