ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR. Domingo 27º del T. Ordinario C

Hace mucho tiempo, me encontré con un libro que se titula “Bienaventurados los que tienen fe”. Es lo que se llama “la dicha de creer”. La fe, en efecto, nos da una visión muy hermosa de Dios, del mundo, del hombre, del tiempo, de la eternidad…

¡Se establece así una diferencia fundamental entre tener o no tener fe! Muchas veces no nos damos cuenta de esa diferencia, porque estamos acostumbrados, desde pequeños, a celebrar y vivir, de algún modo, los misterios de la fe y sus consecuencias; pero nos dicen los misioneros que, cuando, en los países de misión, las personas que van conociendo el cristianismo en una edad un tanto avanzada, comentan: “¡Qué tarde hemos conocido estas cosas!. ¡Dichosos los cristianos de Europa que, desde niños, conocen estas maravillas!”

Se habla algunas veces, de la relación entre fe y razón, que no son dos realidades contrapuestas sino complementarias. En efecto, cuando una persona se hace creyente, no quiere decir que use menos la inteligencia, que tenga que admitir cosas absurdas, que contradicen la razón, que sufra como “un lavado de cerebro…” que le mueva a aceptar todas aquellas cosas. Tener fe es como poseer unos “potentes anteojos” por los que podemos acceder a unas realidades que no son accesibles a nuestros sentidos ni a nuestra razón natural, o como poseer un potente “microscopio”, que nos descubre unas realidades, que escapan a una simple mirada.

La fe no se basa en los descubrimientos de los científicos, aunque éstos sean importantes y valiosos; no, en el consenso democrático de mucha gente; no, en las deliberaciones de los sabios, ni siquiera en una revelación personal… Se basa en lo que Dios nos ha ido manifestando a lo largo de la Historia de la Salvación, especialmente, a través de su Hijo, Jesucristo. En efecto, dice S. Juan: “A Dios nadie lo ha visto nunca. El Hijo, que está en el seno del Padre, nos lo ha dado a conocer”. (Jn 1, 18). Por eso, el Papa Juan Pablo II decía en una Jornada Mundial de la Juventud que, en algunas cuestiones, “Jesucristo es el único interlocutor competente”. Es el único que conoce y entiende esas realidades, a las que sólo podemos acceder por la fe y de las que nos gustaría hablar y discutir.

“Cuando Dios revela, nos enseña el Vaticano II, el hombre tiene que prestarle la obediencia de la fe” (D.V. 5). Eso supone una adhesión personal al Dios que se nos ha manifestado. Y cuando esto se hace, comienza un modo nuevo de vida: “El justo vivirá por su fe”, escuchamos hoy en la primera lectura. Tenemos que llevar, por tanto, una vida acorde con aquellas cosas que creemos. No vale creer y luego hacer todo lo contrario. ¡Ni siquiera merece la pena!

¡La incoherencia entre fe y vida el es drama del mundo cristiano de nuestro tiempo!

La fe es una virtud que llega a nosotros como un don, que se recibe en el Bautismo. Luego hay que conservarla, acrecentarla, vivirla y transmitirla. Y eso supone un trabajo arduo de estudio, consulta, reflexión…, y la ayuda de Dios. Por eso tenemos que decir muchas veces al Señor, como los apóstoles en Evangelio de hoy: “Auméntanos la fe”.

En la segunda lectura se nos urge a tomar parte en los “duros trabajos del Evangelio”, según la fuerza de Dios, y a vivir con fe y amor cristiano.

Ahora que comienza el curso, esta expresión del Apóstol puede constituir una manera de animar y animarnos a comprometernos en las distintas tareas de la vida de la Iglesia en nuestras parroquias y demás sectores pastorales.

Y no debemos olvidar la advertencia del Señor en el Evangelio de hoy: “Cuando hayáis hecho todo lo que se os ha mandado, decid: “Somos siervos inútiles, hemos hecho lo que teníamos que hacer”.

Hoy es un día apropiado para saborear “la dicha de creer” y para darle gracias a Dios, con todo el corazón, por el don inestimable e inefable de la fe, que llena de una luz y un colorido nuevo las diversas realidades de nuestra vida. ¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!

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