Se ha dicho que una imagen vale más que mil palabras. Es lo que sucede este día, primer domingo después de Navidad, en el que celebramos la Fiesta de la Sagrada Familia. ¡Cuánto nos dice, nos enseña, nos grita, incluso, esta hermosa realidad, que contemplamos! En la oración colecta de la Misa de hoy decimos: “Dios, Padre nuestro, que has propuesto a la Sagrada Familia, como maravilloso ejemplo a los ojos de tu pueblo…”
Cuánto bien nos hace siempre acercarnos a la Sagrada Familia: en Belén, en su Huida a Egipto, como hacemos este domingo, en Nazaret, donde Jesús “iba creciendo en sabiduría, en estatura y gracia ante Dios y ante los hombres” (Lc 2,52), y donde le llamaban “el hijo del carpintero” (Mt 13,55).
Hace mucho tiempo que descubrí el secreto, la clave, de la unidad, armonía, y de un cierto bienestar de la Sagrada Familia de Nazaret: ¡la presencia de Dios en aquella casa! Porque allí no estaba el Hijo de Dios sólo físicamente, sino que estaba también en el corazón de la Virgen Madre y de S. José.
En el Evangelio de este domingo recordamos que el Hijo de Dios no resuelve los problemas y dificultades de su familia “a golpe de milagros”, sino que les ofrece su ayuda para afrontarlos.
Cuánto bien nos hace siempre acercarnos a la Sagrada Familia: en Belén, en su Huida a Egipto, como hacemos este domingo, en Nazaret, donde Jesús “iba creciendo en sabiduría, en estatura y gracia ante Dios y ante los hombres” (Lc 2,52), y donde le llamaban “el hijo del carpintero” (Mt 13,55).
Hace mucho tiempo que descubrí el secreto, la clave, de la unidad, armonía, y de un cierto bienestar de la Sagrada Familia de Nazaret: ¡la presencia de Dios en aquella casa! Porque allí no estaba el Hijo de Dios sólo físicamente, sino que estaba también en el corazón de la Virgen Madre y de S. José.
En el Evangelio de este domingo recordamos que el Hijo de Dios no resuelve los problemas y dificultades de su familia “a golpe de milagros”, sino que les ofrece su ayuda para afrontarlos.
Recuerdo cómo se encienden y se agrandan los ojos de los novios, cuando en su preparación para el matrimonio, les digo: “el éxito en el matrimonio no es algo que dependa sólo de que los novios sean buenos y de que tengan trabajo y una casa propia, ni de que se conozcan bien y se comprendan y se quieran mucho. Todo eso está bien, muy bien. Pero lo fundamental del matrimonio cristiano viene de arriba, de Dios, que, por el Sacramento del Matrimonio, “les capacita” para ser buenos esposos, y buenos padres. “Nuestra capacidad nos viene de Dios”, escribía S. Pablo.
Me impresionó algo que oí hace mucho tiempo: “Un matrimonio en el Nuevo Testamento, de suyo, no puede fracasar”. Lo entendemos perfectamente, cuando nos damos cuenta de lo que significa y supone la presencia y la acción de Dios en el matrimonio cristiano, en virtud del Sacramento.
Aludiendo a estos días de Navidad, podríamos decir que si falta un Niño Jesús no hay Sagrada Familia ni Nacimiento ni nada. De igual modo, sin el Sacramento del Matrimonio, que garantiza la presencia y la acción de Cristo en el hogar, no puede existir una familia cristiana. Por eso San Pablo pedía que la unión de los esposos se realizara siempre “en el Señor” (1Co 7, 39).
El reto consiste en aprovechar la riqueza, que este Sacramento ofrece, durante toda la vida. Con frecuencia los nuevos esposos “se divorcian de Dios”, y detrás de eso, vienen todos los males, también el divorcio civil, porque “los que se alejan de ti se pierden”, leemos en los salmos (Sal 73, 27). Este sacramento, por el contrario, tiene que ir acompañado de la práctica cristiana constante y del esfuerzo de los esposos por ir construyendo y, a veces, reconstruyendo el edificio de su convivencia matrimonial. Si las cosas marchan así, no es fácil que fracase ningún matrimonio.
Tenemos que fijarnos, sobre todo, en las familias que marchan bien, que son muchas, y descubrir su diferencia, su clave, su secreto. No vale decir: “Eso depende de la suerte, es como una lotería”.
Los consejos que nos da Pablo en la segunda lectura, constituyen una llamada a vivirlos en familia, y son una semilla de paz y bienestar.
Hoy recordamos, además, que todos somos también miembros de otra familia, la Iglesia, la gran Familia de los hijos de Dios. Para todos vale el mismo mensaje.
Para unos y para otros vale lo que hemos proclamado en el salmo responsorial de hoy: “Dichoso el que teme al Señor y sigue sus caminos”. Las estrofas nos van presentando el resultado: una familia ideal.
¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!
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