
Ya la primera lectura, nos presenta cómo el pueblo de Israel, liberado del destierro, reorganiza su vida cultual en torno a la Palabra de Dios, y la conmoción que se origina al escuchar la lectura del libro santo. Al mismo tiempo, se subraya la atención de aquella gente sencilla que escucha: “Todo el pueblo estaba atento a la Ley” Algo parecido sucedería cuando Jesús va a Nazaret: “Toda la sinagoga tenía los ojos fijos en Él”.
Este es, por tanto, un domingo muy apropiado para examinar nuestra actitud ante la Palabra de Dios; para ver cómo la acogemos, cómo la leemos y la escuchamos y cómo la transmitimos a los demás.
El Vaticano II nos enseña: “Cuando alguien lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es Él (Cristo) quien habla” (S. C. 7). Hay, pues, una presencia de Dios en su Palabra. Es una presencia que los teólogos llaman “casi sacramental”.
Acoger la Palabra de Dios es, por tanto, acoger al Señor. Proclamamos hoy en el Salmo: “Tus palabras, Señor, son espíritu y vida”. Y si esto es así, la escucha y la lectura de la Palabra de Dios adquiere una connotación muy especial, sagrada.
Podríamos preguntarnos hoy muchas cosas: ¿Cómo escucho yo a Dios? ¿Cómo respondo a su Palabra? ¿Se centra mi vida en hacer la voluntad del Padre, que su Palabra nos ofrece constantemente? ¿Y la transmitimos? ¿Cómo?
Ya sabemos que una buena noticia está llamada a propagarse por sí misma, pero además, hemos recibido el mandato de anunciar la Palabra de Dios (Mt 18, 19-29) por toda la tierra, que se hace personal y propio, al recibir los sacramentos de Iniciación Cristiana, especialmente, la Confirmación.
Nuestra conciencia de estar llamados a formar un solo Cuerpo, como nos recuerda la segunda lectura, nos urge más aún a llevarla a los demás.
Se ha dicho que el mayor bien que podemos hacer a una persona es darle a conocer a Jesucristo, llevarle a Él. Pues ¡miremos a ver!
¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!
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