Hace ya algunos domingos que reflexionábamos sobre la virtud de la humildad.
Decíamos que hablar de la humildad puede parecernos una cosa pasada, propia de otros tiempos, de un sentido distinto de la vida y de las realidades humanas. Sin embargo, enseguida nos dábamos cuenta de que una verdadera humildad es imprescindible a la hora de dar un paso adelante en la vida cristiana.
Hoy lo comprobamos de nuevo, en el Evangelio de este domingo, que nos enseña la necesidad de orar con humildad.
Jesús lo ilustra con una parábola: La del fariseo y el publicano.
El texto nos indica el objetivo de la parábola: “Por algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos, y despreciaban a los demás”.
¡Es una definición perfecta del orgullo de los fariseos!
Ojalá tuviéramos tiempo para detenernos aquí, e ir analizando, poco a poco, esta descripción impresionante.
Decíamos que hablar de la humildad puede parecernos una cosa pasada, propia de otros tiempos, de un sentido distinto de la vida y de las realidades humanas. Sin embargo, enseguida nos dábamos cuenta de que una verdadera humildad es imprescindible a la hora de dar un paso adelante en la vida cristiana.
Hoy lo comprobamos de nuevo, en el Evangelio de este domingo, que nos enseña la necesidad de orar con humildad.
Jesús lo ilustra con una parábola: La del fariseo y el publicano.
El texto nos indica el objetivo de la parábola: “Por algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos, y despreciaban a los demás”.
¡Es una definición perfecta del orgullo de los fariseos!
Ojalá tuviéramos tiempo para detenernos aquí, e ir analizando, poco a poco, esta descripción impresionante.
Comienza la parábola diciendo: “Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era un fariseo; el otro era un publicano”.
Y termina la parábola diciendo que el publicano bajó a su casa justificado, santificado, y el fariseo, no.
De este modo, un publicano se convierte, una vez más, en el ejemplo, a seguir.
¿Por qué? ¿Qué ha pasado? Veamos:
El fariseo, en realidad, no ora; no alaba al Señor por sus maravillas, ni se acoge a su misericordia, ni solicita su ayuda. No ora, se exhibe delante de Dios, como un hombre que estuviera “justificado por sus obras”. Se presenta como un buen cumplidor de la Ley de Moisés; y es posible que lo fuera; pero su orgullo es como una polilla, que lo carcome todo, desde dentro, y lo inutiliza delante de Dios.
Constatamos aquí cómo ese orgullo le lleva a “sentirse seguro de sí mismo”, y luego, “a despreciar a los demás”; en este caso, al publicano: “Y tampoco soy como ese publicano…”.
Éste, en cambio, ora desde lo profundo de su corazón, porque se siente pecador, necesitado de la misericordia y del auxilio de Dios. De este modo, obtiene el perdón del Señor, que es rico en misericordia, y que no ha enviado a su Hijo para los justos, sino para los pecadores (Mt 9, 13).
Y se repite la misma sentencia del evangelio del otro día: “¡Porque todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido!”.
De este modo se realiza lo que escuchamos en la primera lectura de hoy: “Los gritos del pobre atraviesan las nubes y, hasta alcanzar a Dios, no descansan”.
Vislumbramos también aquí el tema de “la justificación por la fe”, que surgirá con mucha fuerza en la Iglesia primera (Hch 15, 1-30) e irá reapareciendo, de tiempo a tiempo, a lo largo de la historia.
La virtud de la humildad, por lo tanto, es fundamental en la oración y en todo.
Y, conscientes de nuestra fragilidad a la hora de practicarla, nos dirigimos al Señor este domingo, diciéndole: “Oh Jesús, manso y humilde de corazón, danos un corazón semejante al tuyo”. ¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!
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