ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR. Domingo 17º del T. Ordinario C


Se nos recuerda hoy algo muy importante, extraordinario: ¡Podemos hablar con Dios!

Los personajes, la gente importante de la tierra, con frecuencia, son inaccesibles, es imposible hablar con ellos. Y, a veces, ¡bien que lo desearíamos!

¡Y podemos y debemos hablar con Dios porque somos sus hijos! Y Dios no quiere que sus hijos sean mudos o sordos. Quiere que hablemos con Él. Que le escuchemos. ¡Tiene tantas cosas que decirnos!

Y podemos hablar con Él en cualquier momento del día o de la noche, en cualquier circunstancia. Nos escucha siempre, las 24 horas. No tenemos que someternos a un horario, a una larga lista de espera.

¿Y qué le vamos a decir a Dios? ¿Qué le vamos a pedir?

El Evangelio de hoy nos recuerda que Jesús nos ha enseñado a orar. El Padrenuestro es la oración que nos enseñó el Señor, la oración de los cristianos. Porque orar no es sólo encomendar a Dios nuestras cosas, encerrándonos en nuestros intereses. Orar es, en primer lugar, abrirnos a los intereses, a las intenciones de Dios; a las grandes intenciones y necesidades del mundo (Cfr. Mt 6, 9-14).

Y nos dirigimos a Dios llamándole Padre. Llamar a Dios padre es impresionante. ¿Cómo lo harían, por ejemplo, los esclavos cristianos de los primeros siglos?

Y le llamamos Padre nuestro, de todos. Es el Padre universal.

Y le pedimos, en primer lugar, que su Nombre sea santificado, que venga su Reino, que se haga su voluntad en la tierra como se hace en el cielo

¡Estas son las grandes “necesidades” de Dios! Lo que más quiere, lo que más le interesa.

Luego le pedimos el pan nuestro de cada día. El pan significa y resume todas nuestras necesidades. También el Pan de la Eucaristía. Y pedimos el pan nuestro, de todos y de cada uno; Y de cada día, sin agobiarnos por el mañana.

Y le pedimos, además que nos perdone como nosotros perdonamos, porque hemos pecado, porque somos pecadores. Y le pedimos también que nos conceda la gracia de no caer en la tentación, de no ofenderle nunca. Y que nos libre de todo mal y del maligno. De este modo, se nos ayuda a comprender que el mayor mal es el pecado.

El Evangelio, además, nos anima a pedir con insistencia, sin desanimarnos, como el amigo inoportuno de la parábola. Y también con la confianza que tiene un hijo con su padre.

Y termina el texto preguntándose si el Padre del Cielo ¿no dará el Espíritu Santo a los hijos que se lo piden? ¿Pero nosotros le pedimos que nos dé El Espíritu Santo? ¿O hay otras cosas que nos interesan más?

Ojalá que oremos siempre de tal manera, que podamos decir con en el salmo responsorial de hoy: “Cuando te invoqué, Señor, me escuchaste”.

¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!

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