Ya sabemos que el Evangelio de San Lucas se estructura como un camino hacia Jerusalén. El domingo 13º, con el comienzo de la segunda parte de este Evangelio, comenzábamos ese ca- mino. Hoy llega a su término. El texto de este día nos lo presenta ya en Jerusalén, donde “enseñaba a diario en el templo” (Lc 19, 47).
Uno de aquellos días, unos saduceos, que se distinguían de los fariseos, en que negaban la resurrección de los muertos y la existencia de ángeles y espíritus, se acercan a Jesús para presentarle una objeción contra de la resurrección.
Se trata de una mujer que, de acuerdo con la Ley de Moisés, estuvo casada con siete hermanos, y había muerto. Y le preguntan: “Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer, porque los siete han estado casados con ella?”
Seguro que irían por el camino frotándose las manos y diciéndose unos a otros: “A este Maestro de Nazaret, lo vamos a dejar en ridículo, se va a quedar sin palabras, cuando le presentemos nuestro caso. ¡Verá qué absurda es esa doctrina que enseña acerca de la resurrección de los muertos. Le quedará totalmente demostrado que si eso fuera verdad, ¡qué líos se iban a formar después de la muerte!
Pero yo estoy pensando, mientras escribo, que si estos días nos hicieran a nosotros, los cristianos de hoy, esa pregunta, qué responderíamos?
Jesús lo resuelve muy fácilmente: ¡Después de la resurrección no habrá matrimonios! ¡Serán todos libres como los ángeles! Por tanto, ¡ninguno de los siete hermanos se peleará por la mujer que tuvieron todos en la tierra!
Recuerdo que en una Jornada Mundial de la Juventud, San Juan Pablo II decía a los cientos de miles de jóvenes reunidos, que hay cuestiones en las que Jesucristo es “el único interlocutor competente”, porque Él es el único que conoce y entiende de esos temas.
Nosotros los conocemos sólo porque Él nos lo ha enseñado. En efecto, ¿por qué conocemos, con toda seguridad, la existencia del Cielo, del Purgatorio y del Infierno, sino porque Él nos lo ha manifestado? Y así podríamos continuar…
En la conversación con Nicodemo, Jesús le dice: “Te lo aseguro, de lo que sabemos hablamos; de lo que hemos visto damos testimonio, y no aceptáis nuestro testimonio. Si no creéis cuando os hablo de la tierra, ¿cómo creeréis cuando os hable del cielo?” (Jn 3, 11-13).
Uno de aquellos días, unos saduceos, que se distinguían de los fariseos, en que negaban la resurrección de los muertos y la existencia de ángeles y espíritus, se acercan a Jesús para presentarle una objeción contra de la resurrección.
Se trata de una mujer que, de acuerdo con la Ley de Moisés, estuvo casada con siete hermanos, y había muerto. Y le preguntan: “Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer, porque los siete han estado casados con ella?”
Seguro que irían por el camino frotándose las manos y diciéndose unos a otros: “A este Maestro de Nazaret, lo vamos a dejar en ridículo, se va a quedar sin palabras, cuando le presentemos nuestro caso. ¡Verá qué absurda es esa doctrina que enseña acerca de la resurrección de los muertos. Le quedará totalmente demostrado que si eso fuera verdad, ¡qué líos se iban a formar después de la muerte!
Pero yo estoy pensando, mientras escribo, que si estos días nos hicieran a nosotros, los cristianos de hoy, esa pregunta, qué responderíamos?
Jesús lo resuelve muy fácilmente: ¡Después de la resurrección no habrá matrimonios! ¡Serán todos libres como los ángeles! Por tanto, ¡ninguno de los siete hermanos se peleará por la mujer que tuvieron todos en la tierra!
Recuerdo que en una Jornada Mundial de la Juventud, San Juan Pablo II decía a los cientos de miles de jóvenes reunidos, que hay cuestiones en las que Jesucristo es “el único interlocutor competente”, porque Él es el único que conoce y entiende de esos temas.
Nosotros los conocemos sólo porque Él nos lo ha enseñado. En efecto, ¿por qué conocemos, con toda seguridad, la existencia del Cielo, del Purgatorio y del Infierno, sino porque Él nos lo ha manifestado? Y así podríamos continuar…
En la conversación con Nicodemo, Jesús le dice: “Te lo aseguro, de lo que sabemos hablamos; de lo que hemos visto damos testimonio, y no aceptáis nuestro testimonio. Si no creéis cuando os hablo de la tierra, ¿cómo creeréis cuando os hable del cielo?” (Jn 3, 11-13).
¡Está claro, la resurrección de los muertos es una de aquellas cuestiones de las que hablaba el Papa en la Jornada Mundial de la Juventud!
Pero hay más. Sigue diciendo el Señor: “Y que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor: Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob. No es Dios de muertos, sino de vivos, porque para Él todos están vivos”.
¡Qué importante y decisivo es tener una fe cierta, convencida, en la resurrección de los muertos y en la vida del mundo futuro! Esa fe es la que sostuvo en el martirio a aquellos muchachos, los macabeos, que nos presenta la primera lectura de este domingo. Y esa fe es la que ha sostenido, a lo largo de los siglos, a muchos hombres y mujeres en medio de las mayores dificultades, sin excluir la misma muerte, como es el caso de los mártires.
Y al terminar el Año Litúrgico, hoy es ya el domingo 32º, se nos presentan estos temas, porque cada año, por estas fechas, recordamos y celebramos el término de la Historia humana, con la Segunda Venida del Señor, que dará paso a la resurrección de los muertos y a la vida del mundo futuro.
Y todas estas cosas las celebramos, las vivimos y las anunciamos como miembros de una misma Iglesia, que es, al mismo tiempo, Diocesana y Universal. ¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!
Somos ciudadanos del Reino de Dios y para Dios, todos estamos vivos, la muerte no es el final y la extinción de la persona, hoy, están saliendo muchos libros sobre experiencias de personas, sobre el más allá y muchos tenemos algún miembro de la familia, que ha tenido experiencias de esto, aunque no desde la fe, la Iglesia, no se ha pronunciado sobre esto, pero creo que hay seriedad en el asunto, profesionales de la medicina, muy serios, han apoyado estas experiencias y el testimonio de las personas que las han vivido, que cambian completamente, viven de una manera distinta, se entregan a los demás con desinteres y relativizan los avatares de la vida, algo, nos está diciendo el Señor con todo esto, no hemos de cerrarnos en nuestras ideas, solamente, teniendo una experiencia profunda del Amor de Dios, es como cambiaran nuestras vidas y nada ni nadie, logrará arrancarnos ni con la fuerza, ni con las palabras, lo que llevamos marcado con el fuego de la experiencia, en lo profundo de nuestro ser.
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