ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR. Domingo 20º del T. Ordinario C

Pueden sorprendernos las palabras de Jesús de este domingo:

· He venido a prender fuego en la tierra, y cuánto deseo que ya esté ardiendo.

· Con un bautismo tengo que ser bautizado, y ¡qué angustia sufro hasta que se cumpla!

· ¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, sino división…

· En la familia todos estarán divididos….

Pero, por poco que reflexionemos, comprendemos enseguida lo que significan estas frases: Cristo viene a traer la paz, pero la paz verdadera, la que se basa en la verdad, la justicia, la libertad, el amor, como explicaba el papa San Juan XXIII en la encíclica “Pacem in Terris” (1963).

Una paz que es el resultado de una relación adecuada con Dios, con los hermanos, con nosotros mismos, con toda la Creación.

Una paz que nace de ese “bautismo” del que hoy nos habla el Señor, es decir, de su Pasión y Muerte de Cruz, y que tiene su sede y su fundamento en el corazón. “Él es nuestra paz”, escribía San Pablo (Ef 2, 14).

Y la paz es un don. Para el israelita piadoso la paz era el conjunto de todos los dones divinos.

Muchas veces la paz, que tenemos o que queremos, no es la verdadera paz. Hay muchas clases de paz. También hay una paz que se llama “la paz de los cementerios”.

La verdadera paz choca con muchos intereses egoístas, con formas de pensar y de actuar que se oponen a la verdad y al bien, pero que, tal vez, nos agradan o nos interesan más; y entonces se produce la lucha, la discordia y el conflicto, a los que se refiere el Evangelio de hoy.

¿Y dónde comienza la lucha? En los que están más cerca, en la propia familia. Una lucha que radica dentro y fuera de nosotros.

Es posible que, cuando Lucas escribía el Evangelio, los cristianos estuvieran siendo perseguidos, y estas palabras del Señor les sirvieran de luz, fortaleza y consuelo. Y ya Él nos advirtió que el discípulo no puede ser más que su Maestro y que seríamos perseguidos como Él fue perseguido (Jn 15, 20).

¡He ahí, por tanto, el reino del bien y el reino del mal!

Pero el reino del bien, de la paz verdadera, no se consigue por la fuerza ni por los poderes de este mundo. Se hace imprescindible la ayuda de Dios, que se obtiene, principalmente, en la oración y en los sacramentos. Y se suele decir que la paz del corazón es el don más grande que podemos recibir de Dios en esta vida. ¡Es la paz y la alegría del Espíritu Santo, que llenan el corazón!

Contemplamos, en la primera lectura, cómo el profeta Jeremías es también perseguido y condenado injustamente, porque busca la verdadera paz. El profeta prefigura a Cristo, signo de contradicción (Lc 2, 34).

La segunda lectura, de la Carta a los Hebreos, nos exhorta a correr en la carrera que nos toca, sin retirarnos, fijos los ojos en Jesús, porque la vida cristiana es eso: Una carrera, un combate, una lucha y un fuego que arde y se extiende. Y tenemos que hacernos a la idea de que es así, para no caer en la tentación de situarnos en la pasividad, la comodidad y la falta de compromiso, y llevar nuestro seguimiento Jesucristo sin la intensidad y el entusiasmo necesarios. Bien que lo entenderían aquellos cristianos, procedentes del judaísmo, a los que se dirige esta Carta, que habían sido cruelmente perseguidos y que se encontraban en medio de muchas dificultades.

La cuestión está en que la mayoría de los cristianos no estamos acostumbrados a tener proble-mas y dificultades por ser cristianos, a sufrir por el Evangelio, porque, normalmente, no nos encontra-mos en una situación de verdadera persecución, y, además, con mucha frecuencia se huye de todo lo que suponga dificultad, contradicción o compromiso, se disimula la verdad, y se pacta con el mal. Sin embargo, el Señor y los apóstoles nos advirtieron con toda claridad que “todo el que quiera vivir piadosamente en Cristo Jesús, será perseguido” (2 Tim 3, 12)

En resumen, este es el fuego que Cristo vino a traer a la tierra y que quiere ver siempre ardiendo.

¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!

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