ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR. Domingo 3º del T. Ordinario C


Salíamos, hace unas semanas, de la Navidad, centrando nuestros ojos en Jesucristo, que comenzaba su Vida Pública. Hoy podríamos decir que el Evangelio nos presenta el comienzo de la Vida Pública de Jesús, según San Lucas, el evangelista de este año.

Después del Prólogo de su Evangelio, en el que nos presenta el método, la forma y los recursos, que ha empleado en la composición del texto, en la celebración de este domingo, se nos traslada enseguida al capítulo cuarto que dice: “En aquel tiempo, Jesús volvió a Galilea con la fuerza del Espíritu, y su fama se extendió por toda la comarca. Enseñaba en las sinagogas y todos le alababan”. Luego nos narra lo que sucede en la Sinagoga de Nazaret. De esta forma, el evangelista señala el anuncio de la Palabra de Dios, como tarea prioritaria en el ministerio del Señor. En efecto, Jesús es “el Maestro”, es la Palabra encarnada, es el Hijo de Dios, que nos revela el Misterio del Padre, del mundo y del hombre; del tiempo presente y de la eternidad.

Ya la primera lectura nos presenta cómo el pueblo de Israel, liberado del destierro, reorganiza su vida cultual en torno a la Palabra de Dios, y la conmoción que se origina al escuchar la lectura del Libro Santo. Al mismo tiempo, se subraya la atención de aquella gente sencilla que escucha: “Todo el pueblo estaba atento a la Ley”. Algo parecido sucedería en Nazaret: “Toda la sinagoga tenía los ojos fijos en Él”.

Este es, por tanto, un domingo muy apropiado, para examinar nuestra actitud ante la Palabra de Dios.

El Vaticano II nos enseña: “Cuando alguien lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es Él (Cristo) quien habla” (S. C. 7). Hay, pues, una presencia de Dios en su Palabra; una presencia que los teólogos llaman “cuasi sacramental”.

Acoger la Palabra de Dios es, por tanto, acoger al Señor. Proclamamos hoy en el Salmo: “Tus palabras, Señor, son espíritu y vida”. Por todo ello, la escucha y la lectura de la Palabra de Dios adquiere una connotación muy especial, sagrada.

Podríamos preguntarnos hoy muchas cosas: ¿Cómo escucho yo a Dios? ¿Con qué frecuencia le escucho? ¿Cómo respondo a su Palabra? ¿Se centra mi vida en hacer la voluntad del Padre, que su Palabra nos señala constantemente? ¿Y la transmitimos? ¿Cómo? ¿Dónde?

La Palabra de Jesucristo se nos presenta, con frecuencia, como Evangelio, es decir, como Buena Noticia. Y ya sabemos que una buena noticia está llamada a propagarse por sí misma. Pero es que, además, hemos recibido el encargo, el mandato, de anunciarla por toda la tierra (Mt 18, 19-29), porque esta misión, que tiene todo cristiano, se hace personal y propia, en cada uno, al recibir los sacramentos de Iniciación Cristiana: El Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía. Son los sacramentos que nos incorporan a la Iglesia, que recibió de Cristo aquel encargo.

Nuestra conciencia de estar llamados a formar un solo Cuerpo, como nos recuerda la segunda lectura, nos urge más aún a llevarla a los demás.

La Jornada Misionera de los Niños, que celebramos este domingo, nos ayuda a comprender el interés y la preocupación que tiene la Iglesia, porque los cristianos, desde que somos pequeños, nos vayamos haciendo conscientes, poco a poco, de la Misión de anunciar el Evangelio.

Se ha dicho, además, que el mayor bien que podemos hacer a una persona es darle a conocer a Jesucristo, llevarle a Él; ayudarle a progresar en su conocimiento y en su seguimiento, porque dice el Señor: “Buscad sobre todo el Reino y Dios y su justicia, y todo lo demás vendrá por añadidura” (Mt 6, 33). ¡Pues miremos a ver! ¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!

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