ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR Domingo 2º de Pascua A


Durante estos días de la Octava de Pascua, la Misa diaria nos ha venido presentando, en la primera lectura, algún testimonio de los apóstoles, después de Pentecostés, acerca de la Resurrección del Señor; y, en el Evangelio, alguna de las apariciones de Cristo resucitado, que trataba de ayudar a los discípulos a comprender, más allá de toda duda, que, realmente, había resucitado.

Al llegar a la Octava de Pascua, es lógico que el Evangelio nos presente la aparición del día octavo, la de Santo Tomás. La primera lectura de este domingo, en lugar del testimonio de los apóstoles, nos refiere el de toda la comunidad cristiana de Jerusalén; es decir, cómo vivían los primeros creyentes en la Resurrección. ¡Qué impresionante es todo!

El Evangelio nos presenta, en toda su crudeza, el tema de la fe. Hoy es fácil caer en la tentación de pensar que santo Tomás era malo porque no creía, y nosotros, buenos, porque sí creemos. Y nos aplicamos enseguida las palabras del Señor en el Evangelio: “¡Dichosos los que crean sin haber visto!"; o las de la segunda lectura: "¡No lo habéis visto y lo amáis; no lo veis y creéis en Él!" Tendríamos más bien que preguntarnos. Yo creo, pero ¿cómo es mi fe? Porque hay distintos tipos de fe; hay, incluso, quienes se dicen creyentes y no practicantes. Otros viven lo que se llama “la pertenencia parcial a la Iglesia”: Creen, pero no en todo. En unas cosas sí y en otras no. ¿Cuál es su criterio de selección? Es muy variado. También están los que dicen que creen, pero viven y actúan como si no tuvieran fe. Y son muchos los que dicen que tienen fe, pero no se comprometen en nada en la vida de su comunidad cristiana. Tenemos, pues, que seguirnos preguntando: Yo creo; pero ¿cómo es mi fe? ¿Mi fe es convencida, segura, firme, activa, comprometida? ¿Qué razones tengo yo para creer? Porque una cosa es “creer sin ver” y otra, creer porque sí, sin motivos sólidos, sin razones. La fe se sitúa, por tanto, después de un proceso de estudio, reflexión, consulta y oración. Por eso se llama “obsequio racional”.

Se ha hecho famosa la oración de Pablo VI implorando el don de la fe. En ella se pide al Señor, entre otras cosas, “una fe cierta”; y dice: “cierta por una exterior congruencia de pruebas, y por un interior testimonio del Espíritu Santo…” Pues hay que conocer esas pruebas que nos acercan a la fe. Así estaremos preparados para dar razón de nuestra esperanza a quien nos la pidiere (1Pe 3,15).

Entonces, ¿dónde estuvo el error de Tomás? En exigir demasiado: ¡La experiencia física!: “Si no veo…, si no meto la mano…, no creo”. Pero de los hechos pasados no podemos tener experiencia física. ¡Es imposible! La certeza de los hechos del pasado sólo puede conseguirse por el testimonio de otros, avalado por su rectitud de vida. Y además la fe, como virtud, se nos infunde en el Bautismo como un don gratuito de Dios.

¡Todos los días estamos haciendo actos de fe! ¿Cómo sabe la policía quién es el ladrón si no lo ha visto robar? Por las pruebas: “Por una exterior congruencia de pruebas”. Y ¿por qué sabemos que existe Oceanía si no la hemos visto? Por el testimonio de otras personas que la han visto.

Este proceso de la fe es difícil; exige trabajo y esfuerzo. Lo otro es más cómodo, pero no nos sirve; da como resultado, o la pérdida de lo que nos queda de fe, o una fe poco convencida, poco segura; que no tiene capacidad para impulsarnos y comprometernos en la vida. Aquellos primeros cristianos, que nos presenta la primera lectura de hoy, estaban muy comprometidos. ¡Muy seguros tenían que estar ellos de su fe para actuar así!

¡Hemos de conseguir, con la ayuda de Dios, ese tipo de fe!

¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!

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