Si algo aprendemos en la Historia de la Salvación, es que Dios no se deja manipular y, mucho menos, monopolizar por nadie; que tiene un corazón muy grande donde cabemos todos los que soñamos y luchamos por el bien. Es lo que contemplamos en el Evangelio de hoy.
El escenario es el mismo del domingo pasado: Jesús ha llegado a Cafarnaún con los doce, está en casa y habla con ellos del Reino de Dios. Juan le dice que han visto a uno que echaba demonios en su nombre, y quisieron impedírselo, porque no era del grupo de los discípulos, “no es de los nuestros”. Pero Jesús les advierte que en el Reino no se reacciona así, porque no se puede estar con Él y contra de Él al mismo tiempo; porque “el que no está contra nosotros está a favor nuestro”.
La primera lectura, como siempre, es anticipo y preparación de la enseñanza del Evangelio.En el campamento de Moisés, también quieren impedir que Eldad y Medad profeticen, porque no estaban en el grupo de los setenta ancianos, cuando bajó sobre ellos el Espíritu del Señor.Moisés les deja que profeticen. Se trata de que se haga el bien, de que hable el Espíritu del Señor, y, cuantos más lo hagan, mejor. De este modo, comprendemos que Dios no quiere a los creyentes aislados, sectarios, agresivos, sino abiertos al bien y a todo el que haga el bien.
Como si se tratara de un imposible, Moisés dice: “¡Ojalá que todo el pueblo del Señor fuera profeta y recibiera el Espíritu del Señor!”.
Pues eso se ha hecho realidad. El día de Pentecostés, el Espíritu Santo descendió sobre los apóstoles, que no eran oficialmente profetas, y aquello se interpretó como el cumplimiento de esta profecía de Joel: “Y sucederá en los últimos días, dice Dios, que derramaré mi Espíritu sobre toda carne: profetizarán vuestros hijos e hijas, vuestros ancianos soñarán sueños y vuestros jóvenes verán visiones” (Hch 2, 16-17). Y los apóstoles no sólo recibieron el Espíritu Santo, sino también la misión de darlo a todos los fieles. Y en el Libro de los Hechos constatamos la preocupación e interés que tenían en hacerlo.
Podemos contemplar hoy y siempre hasta qué punto se ha multiplicado la presencia y la acción del Espíritu Santo en el mundo, en la historia. Es una consecuencia del Misterio de la Pascua.
En la Liturgia de esa gran solemnidad, proclamamos también que “El Espíritu del Señor llena la tierra”, que llena con su presencia el universo, y “promueve la verdad, la bondad y la belleza; y alienta en la Humanidad la firme esperanza de una tierra nueva” (L. Sede).
Por eso, decimos muchas veces que el Espíritu del Señor actúa también más allá de las fronteras visibles de la Iglesia.
Desde antiguo, se ha acuñado la expresión “semina Verbi”: “Las semillas del Verbo”. Son aquellas realidades, personas y acontecimientos, que parecen sembrados por el mismo Verbo de Dios, y que son como “señales de su paso”. Y, al mismo tiempo, son signos luminosos, que conducen a todos los hombres a la verdadera Iglesia de Cristo.
Por este camino, nos encontramos en el corazón mismo del Movimiento Ecuménico y de otros movimientos, personas e instituciones, que propugnan la unidad de los creyentes y de todos los hombres de buena voluntad, para una acción común en el mundo.
Y todo, como ya sabemos, para bien del hombre, de todo hombre y de cada hombre, por el que Cristo murió; para su alegría y su felicidad, en el tiempo y en la eternidad.
¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!
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