ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR. Domingo 24º del T. Ordinario B

Por el camino hacia las aldeas de Cesarea de Filipo se realiza hoy una gran revelación: ¡Jesús es el Mesías!

Pero la reacción de Jesucristo nos resulta extraña: En primer lugar, les prohíbe, terminantemente, a los discípulos decírselo a nadie. Luego, les hace otra gran revelación: “El Hijo del Hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días”. “Se lo explicaba con toda claridad”.

Pero ¿quién podía entender, en todo Israel, que el Mesías tuviera que padecer? ¿El que venía a liberarles de la dominación romana, cómo iba a terminar derrotado? ¿El que iba a conducirles a un Reino muy grande, jamás soñado, cómo iba a ser condenado y ejecutado? Porque lo de resucitar, ellos no entendían nada.

Por tanto, es normal que Pedro se lo lleve aparte, y se ponga a desaconsejarle todo aquello. Pedro ama intensamente a Cristo y espera el Reino prometido. Y Jesús se siente realmente tentado y sabe que los demás discípulos piensan lo mismo que Pedro. Por eso, de cara a los discípulos, dirige a Pedro unas palabras desconcertantes: “¡Quítate de mi vista, Satanás! Tú piensas como los hombres, no como Dios”.

Y ya sabemos lo que pensamos los hombres y lo que piensa Dios:

Los hombres, ante todo, rehuimos no sólo la enfermedad y la muerte, sino también todo tipo de sufrimiento. ¡Cuánto nos cuesta afrontar el dolor, sobre todo, cuando es prolongado o muy grave! Y no sólo eso. Rehuimos todo lo que suene a sacrificio, renuncia, entrega. Y luego, luchamos y nos esforzamos por vivir y gozar a tope.

¿Y cómo piensa Dios?

El sufrimiento y la muerte nunca son para Dios el término de todo, fin en sí mismo, sino que siempre es camino, grano de trigo en el surco, paso, pascua. Dios no busca nunca hacernos sufrir o amargarnos la vida. Todo lo contrario. Dios quiere nuestro bien y nuestra felicidad, no sólo en el alma, sino también, en el cuerpo; no sólo en la vida futura, sino también en la presente. Y si nos pide o nos exige algo, es para hacerla posible. Como un grano de trigo. Para convertirse en una espiga preciosa, tiene que morir, ser enterrado en el surco.

Por todo ello, nos dice el Evangelio que Jesús llama a la gente y a los discípulos y les dice: “El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga”.

¡Estas son las condiciones de su seguimiento! En definitiva, ir por su mismo camino. Y añade: “El que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por el Evangelio, la salvará”. ¡Qué impresionante es todo esto!

Estas palabras del Señor las ha “traducido” el Vaticano II, diciendo: “El hombre jamás logrará alcanzar su plenitud, mientras no entregue su vida como un don, al servicio de los demás” (G. et Sp. 24).

Sin embargo, nos cuesta entender y aceptar que hemos recibido la vida para darla; no para quemarla en la hoguera de nuestro egoísmo.

Es lógico, por tanto, que, a los pocos días, Jesús se lleve a los tres predilectos a lo alto de una montaña, y se transfigure ante ellos. De este modo, entenderán, de algún modo, ahora y, sobre todo, más tarde (2 Pe 1, 16-20), que “de acuerdo con la Ley y los Profetas, la Pasión es el camino de la Resurrección” (Pref. II de Cuar.). ¡Para el Señor y para cada uno de nosotros! 
 
¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!

 

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