ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR. DOMINGO 20º DEL TIEMPO ORDINARIO A

La Liturgia de este domingo nos trae un mensaje acerca de la universalidad de la salvación: ¡Jesucristo ha venido para todos!

A nosotros nos resulta algo ya sabido, porque lo hemos conocido y vivido desde niños; pero no siempre se entendió así, y, con alguna frecuencia, la Palabra de Dios nos lo recuerda.

El pueblo de Israel tuvo siempre una conciencia muy viva de ser el pueblo elegido; y, por medio de él, se incorporarían los demás pueblos a la salvación. Recordemos aquella crisis tan grave que tuvo lugar en la Iglesia primitiva, cuando lo de los judaizantes. (Hch 15, 1-2). 

Cuando leemos el Evangelio, constatamos que Jesús tiene una clara conciencia de que ha sido enviado solamente al pueblo de Israel, como había sucedido con los profetas, que también habían anunciado, en algunas ocasiones, la universalidad de la salvación, como escuchamos en la primera lectura de hoy. 

En este contexto, las palabras del Evangelio no deben parecernos extrañas: “Sólo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel”. Y también: “No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos”. Y cuando manda a los apóstoles de dos en dos, les dice: "No vayáis a tierra de paganos ni entréis en las ciudades de Samaría, sino id a las ovejas descarriadas de Israel". (Mt. 10, 5-7). 

Es por el Misterio Pascual, por el que Jesucristo hace de los dos pueblos -judíos y gentiles- un pueblo nuevo, la Iglesia, a la que San Pablo llama “el Israel de Dios”. (Gál 6, 16). El mismo apóstol escribe en otro lugar: “Ahora, gracias a Cristo Jesús, los que en un tiempo estabais lejos, estáis cerca, por la sangre de Cristo. Él es nuestra paz: El que de los dos pueblos ha hecho uno, derribando, en su cuerpo de carne, el muro que los separaba: La enemistad. Él ha abolido la ley con sus mandamientos y decretos, para crear de los dos, en sí mismo, un único hombre nuevo, haciendo las paces. Reconcilió con Dios a los dos, uniéndolos en un solo cuerpo mediante la cruz, dando muerte en Él, a la enemistad”. (Ef 2, 13-16). Y en la segunda lectura de hoy contemplamos cómo el mismo Pablo, se presenta como “apóstol de los gentiles”, al mismo tiempo que manifiesta su intensa preocupación por la suerte del pueblo judío.

Pero ya antes de su Muerte y Resurrección, Jesús anticipa y profetiza, en algunas ocasiones, la universalidad de la salvación, acogiendo y realizando curaciones de algunos paganos, que sobresalieron por su fe, como contemplamos este domingo, en aquella mujer cananea. Ella tenía una hija con “un demonio muy malo”. Se trataba, probablemente, de alguna enfermedad grave. Y, saliendo de uno de aquellos lugares, pertenecientes al territorio de Tiro y Sidón, empieza a llamar a gritos a Jesucristo, para que la atienda. ¡Grita y vuelve a gritar, hasta “molestar” a los discípulos! Ellos interceden ante Jesús, y la mujer puede acercarse y presentarle su petición: “Señor, socórreme”. Jesús le contesta con una especie de refrán: “No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos”. Y como aquella mujer posee una fe humilde y viva, se coloca en su lugar: Ella es una mujer pagana y no puede venir con exigencias; y acierta a decirle: “Tienes razón, Señor; pero también los perritos se comen las migajas, que caen de la mesa de los amos”. El Señor quedó profundamente sorprendido de su respuesta y le dijo: “Mujer, qué grande es tu fe: Que se cumpla lo que deseas. En aquel momento quedó curada su hija”.

¡Cuánto valora Jesucristo la fe; una fe humilde y viva, que nos lleve a colocarnos en nuestro propio lugar ante Él!

Concluyamos nuestra reflexión de hoy, proclamando con el salmo responsorial: “Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben”.

¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!

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