ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR. Domingo 6º de Pascua C


Cuando va a morir alguien de la familia, hay que ver si todos están preparados para afrontar esa realidad, que está llena de dificultades y sufrimientos, lo que se llama “el dolor de la separación”. Pensemos, por ejemplo, en una madre relativamente joven…

Conocí, en una ocasión, a una niña a quien su madre había preparado personalmente para que afrontara su muerte. Y bien lo tuvo que hacer porque la niña estaba respondiendo de una forma muy adecuada. Recuerdo, por ejemplo, su Primera Comunión.

Estos últimos domingos de Pascua, y en vísperas de la Ascensión, observamos cómo Jesucristo también prepara a sus discípulos para su muerte, para su marcha de este mundo al Padre. ¿Y cómo lo hace? De una forma muy concreta: con una serie de consideraciones y recomendaciones, con la promesa del Espíritu Santo y con el don de la paz, que, para los judíos, es el conjunto de las bendiciones divinas.

En el Evangelio de hoy se trata de esas tres cosas:

Jesús les habla de otra presencia suya distinta: “El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos morada en él.” Por eso les dice: “Me voy y vuelvo a vuestro lado”. Por lo tanto, en su ausencia visible, los discípulos podrán experimentar una presencia nueva de Cristo, que se obtiene por la acogida y vivencia de su Palabra, especialmente, de sus mandamientos.

También en su ausencia, contarán con la presencia y la acción del Espíritu Santo, a quien llama el Paráclito, es decir, el Defensor, el Abogado, que será quien les enseñe todo y les vaya recordando todo lo que les ha dicho. En la primera lectura, constatamos la presencia y la acción del Espíritu en los apóstoles en el llamado “Concilio de Jerusalén” y cómo se identifican con Él hasta el punto de decir: “Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros…”

En este momento, recuerdo las enseñanzas de Juan Pablo II en la encíclica sobre el Espíritu Santo “Dominum et Vivificantem” y sus magníficas explicaciones de las palabras de Jesucristo a los discípulos en la Última Cena.

Y Cristo les deja, además, su paz, que es distinta de la que da el mundo. Se ha dicho que la paz del corazón es el don más grande que podemos recibir de Dios.

Alegría y paz en el tiempo y también en la eternidad, en la Ciudad santa del Cielo, de la que nos habla la segunda lectura, y hacia la que nos dirigimos como peregrinos. ¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!

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