ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR. Domingo 19º del T. Ordinario B

Nos volvemos a encontrar con “el drama de la Encarnación”: la humanidad de Cristo manifiesta su divinidad, pero, al mismo tiempo, la oculta. Los de Cafarnaún, como un día los de Nazaret, se quedan en lo humano. Y comentan: “¿cómo dice ahora que ha bajado del Cielo?”. 

Pero Jesús les responde con tres afirmaciones: 1) El encuentro con Cristo y la fe en el Hijo es obra del Padre. 2) En Él se cumple los que anunciaron los profetas: “Serán todos discípulos de Dios”. 3) Él es el que “ha visto al Padre”.

Desde esta triple perspectiva, les enseña algo verdaderamente trascendental: “el que cree tiene vida eterna”. 

Esto es original del Evangelio: si yo conozco a alguien importante, si le admiro, si soy su amigo, si le aprecio mucho…, no puedo, sin embargo, recibir en mi interior nada que pertenezca a su ser, a su naturaleza humana. Aquello es algo puramente exterior, por grande e intenso que sea. Pero con Jesucristo sucede de modo distinto: el que cree en Él, el que le sigue, cambia por dentro: posee la misma vida de Dios. Así nos lo enseña S. Juan: “Vino a su casa y los suyos no le recibieron, pero a cuantos le recibieron les da poder para ser hijos de Dios” (Jn 1, 12). En efecto, la fe nos lleva al Bautismo, que es un nacimiento nuevo, que nos da la vida de Dios. ¡Impresionante! Y a esta vida nueva, ¿no habrá que cuidarla, alimentarla, hacerla crecer, recuperarla incluso?

¿Y cuál y cómo será esa comida? ¿Dónde tendremos que ir a buscarla? ¿A lo más alto de los Cielos? No, porque el Pan del Cielo ha bajado a la tierra. Es Jesús de Nazaret, el que habla en la Sinagoga.

Por eso, nos dice: “Yo soy el Pan de la Vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron. Éste es el pan que baja del cielo para que el hombre coma de él y no muera”. Y también: “El que coma de este Pan vivirá para siempre”.

No se puede confundir la muerte biológica con la muerte de la vida espiritual. Cuando un cristiano muere, no, por eso, termina la vida de Dios en él. Son dos realidades distintas. Precisamente, porque tenemos la vida de Dios, podemos entrar, después de la muerte, en el Cielo, que es la Casa de Dios y, por tanto, de los hijos de Dios. Lo que hace morir la vida de Dios en nosotros es sólo el pecado mortal.

El Pan de la Eucaristía, por tanto, no es un simple “pan bendito” que se reparte a todos los que quieran. No. Es la “Carne de Cristo” que sólo puede recibir el que tiene la vida de Dios, el que está en gracia. El que no tiene la vida divina, ¿cómo va a alimentar una vida que no existe? No puede, entonces, recibir la Comunión ¿O va a comulgar “sin darle su valor” como enseña S. Pablo? (1Co 11, 27).

En el Universo no hay un alimento más grande, más importante que éste, que nos llena de Dios y nos transforma en Cristo.

Si aquel pan misterioso que comió Elías fue suficiente para caminar cuarenta días y cuarenta noches, hasta el Monte de Dios, ¡cuánta fuerza no recibirá el que se alimenta con Cristo, Pan de Vida! (1ª lect.). Ya San Juan Crisóstomo exclamaba: “Salimos de esa Mesa como leones espirando llamas, haciéndonos temibles hasta el mismo diablo”.

Esta es la fuerza que necesitamos para construir cada día, desde nuestro entorno, “la civilización del amor”; para no entristecer al Espíritu Santo y “vivir en el amor” como nos enseña S. Pablo en la segunda lectura de hoy. 

Si no, ¿En qué se va a notar que somos cristianos? 

¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR! ¡BUEN VERANO!

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