ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR. Domingo II de Pascua B


En la Iglesia todos somos conscientes de que el acontecimiento de la Resurrección del Señor, con todas sus consecuencias prácticas, no cabe en un solo día y que, por eso, se prolonga durante cincuenta días de alegría y de fiesta en honor de Cristo Resucitado. Y se nos advierte que el problema está en poder mantener durante tanto tiempo, el clima de alegría y de fiesta propio del Tiempo Pascual.

Los cincuenta días comienzan con la Octava de Pascua: en cada uno de los días de esta primera semana, se celebra la solemnidad de la Resurrección, aunque sean días laborables. Hoy llegamos al octavo día, la Octava de Pascua.

Durante estos días la Liturgia de la Palabra nos ha venido presentando, en el Evangelio, distintas apariciones de Cristo Resucitado, que trata de ayudar a los discípulos a pasar, del temor, a la alegría desbordante, de la torpeza en creer, a la certeza, más allá de toda duda, de que el Crucificado, había resucitado, estaba realmente vivo. En la primera lectura de cada día se nos han venido presentando algunos testimonios de los apóstoles, casi siempre de Pedro, acerca de la Resurrección del Señor.

Al llegar el día octavo, es lógico que el Evangelio nos presente la aparición propia de la Octava, en el que se produce el encuentro del Señor con Tomás, que se rinde a la fe, con unas palabras impresionantes: “¡Señor mío y Dios mío!”

La primera lectura nos presenta, no ya el testimonio de los apóstoles, aunque también haga referencia a ellos, sino más bien, el testimonio de toda la comunidad: cómo vivían los primeros creyentes en la Resurrección del Señor.

En medio de todo esto, celebramos hoy el Domingo de la Divina Misericordia, instituido por el Papa San Juan Pablo II, que murió –que coincidencia- la víspera de esta conmemoración. Pero ya, desde antes de la institución de esta Jornada, los textos de la Misa de este día contienen elementos que tratan de la Divina Misericordia: por ejemplo, la oración colecta comienza diciendo: “Dios de misericordia infinita, que reanimas la fe de tu pueblo con el retorno anual de las fiestas pascuales…”

¿Y qué son estas fiestas sino el punto culminante de la manifestación y realización del amor de Dios Padre? “La prueba de que Dios nos ama –escribe S. Pablo- es que, siendo nosotros todavía pecadores, Cristo murió por nosotros…” (Rom 5, 6-9).

Esta Jornada, por tanto, constituye una llamada apremiante a contemplar los acontecimientos que estamos celebrando, desde la perspectiva de la misericordia divina, de manera que podamos proclamar con el salmo responsorial de los tres Ciclos: “Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia”.

Y la misericordia de Dios nos impulsa con fuerza a practicar la misericordia con los hermanos, especialmente, con el amor, el perdón y la ayuda fraterna. En efecto, estas realidades deben constituir “la atmósfera”, el espíritu que envuelve nuestra vida y la vida de nuestras comunidades, si quieren ser verdaderamente cristianas. En definitiva, “la señal” que nos dejó el Señor de la autenticidad de nuestro “ser cristiano” no es otra cosa que el amor a los hermanos (Jn 13, 35).

El Año de la Misericordia que ha convocado el Papa, será ocasión privilegiada para reflexionar sobre todos estos aspectos.

¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!

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