ECOS DEL DIA DEL SEÑOR. Domingo 23º del T. Ordinario C

Este domingo Jesús nos habla con toda claridad, de su seguimiento. Si queremos ser discípulos suyos, tenemos que posponer todo lo demás: “No anteponer nada a Cristo”, que diría S. Benito. Podríamos decir que es como el primer mandamiento aplicado a Jesucristo nuestro Señor.

¡Nos sorprende la claridad y la franqueza con la que habla el Señor! Normalmente, no sucede así. Los que quieren captar a la gente para su partido, para su movimiento, para su grupo…, en una campaña electoral, por ejemplo, suelen resaltar las ventajas de sus programas y ocultar o disimular las cosas menos atrayentes o negativas. ¡Jesucristo no actúa así! ¡Lo hace casi al revés! Es lo que contemplamos en el Evangelio de este domingo: “¡Si alguno quiere venirse conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío. Quien no lleve su cruz detrás de mí no puede ser discípulo mío”.

Por eso nos invita a pensarlo bien antes de decidirnos a seguirle, como lo hace el que proyecta la construcción de una torre o se ve atacado por un enemigo.

Por tanto, el seguimiento de Jesucristo se sitúa después de un proceso de reflexión, estudio, oración, incluso de consulta, para ver si vamos a ser capaces de afrontar todas las condiciones y exigencias que lleva consigo. De otro modo, podríamos hacer el ridículo, presentándonos como seguidores de Jesucristo, cuando, en realidad, no lo somos. Es lo que sucede con frecuencia. No resulta aceptable el tipo de seguimiento de Jesucristo que llevan muchos cristianos, que hasta presumen de serlo.

Si nos situamos en el contexto del camino hacia Jerusalén –con su Pasión y su Gloria- lo entendemos todo con más claridad. ¡El discípulo no puede ser mejor que su Maestro!

Pero no pretende el Señor de amargarnos la vida con una serie de exigencias, de renun-cias…, sino presentarnos el camino de la verdadera liberación, de la verdadera grandeza, de la verdadera dicha y alegría en el tiempo y en la eternidad. ¡Y Él ha ido delante para que nosotros sigamos sus pasos! (1 Pe 2, 21). ¡Nada se consigue en la vida sin sacrificio y esfuerzo!

La vida del mismo Jesucristo y de los santos avalan la importancia y trascendencia de este camino; su validez permanente y definitiva.

¡Si recordamos las parábolas del Reino, nos resulta todo más inteligible! Nos dice el Señor que su Reino se parece a “un tesoro escondido” en el campo, que el que lo descubre, es capaz de vender todo lo que tiene para comprar el campo aquel. O a un comerciante en perlas finas que, al descubrir “una perla de gran valor”, va y vende lo que tiene para conseguirla (Mt, 13, 44-46). ¡Se nos presenta aquí, por tanto, al discípulo de Cristo como una persona inteligente, sabia y despierta, que descubre un tesoro o una perla preciosa, donde los demás no ven nada!

El problema está en que “nacemos cristianos” y, tal vez, a lo largo de nuestra vida, no hemos tenido un verdadero encuentro personal con Jesucristo, un redescubrimiento de su persona y de su mensaje, que nos lleve a una opción real y radical por Él. Además, ¿no es verdad que estamos acostumbrados a dejar tantas veces a Cristo y a su Reino para el final o para el último lugar? ¡Sí, la sobras como al perro de la casa!

¡El descubrimiento de Jesucristo, por tanto, es fundamental para seguirle de verdad, como nos pide el Evangelio de hoy! Entonces le diremos como el aquel escriba entusiasmado del Evangelio: “Maestro, te seguiré a dondequiera que vayas (Mt 8, 18). ¡Y lo dejaremos todo con la alegría del que encuentra una ganga, un negocio excelente!

Ya escribía el Papa San Juan Pablo II, el año 1984, a los jóvenes con quienes se iba a reunir en Santiago: “El descubrimiento de Jesucristo es la aventura más importante de vuestra vida”.

¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!

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