ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR. Domingo 15º del T. Ordinario C

La pregunta que aquel maestro de la Ley le hace a Jesús, con mala intención, pone delante de nuestros ojos la cuestión fundamental y decisiva de nuestra vida: lo que hay que hacer para heredar la vida eterna.

Existen muchas personas, incluso cristianas, que reducen la existencia humana a la vida presente. El maestro de la Ley habla de una herencia, de una vida que no termina, que es eterna. La pregunta, por tanto, resulta fundamental, decisiva.

Jesucristo le responde: “¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?”

Y el escriba le contesta con la formulación del primer mandamiento de la Ley y del segundo: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo”

Jesucristo le responde: “Bien dicho. Haz esto y tendrás la vida”.

Todo parece un eco de la primera lectura: “El precepto que yo te mando hoy no es cosa que te exceda ni inalcanzable”. No está en el cielo ni más allá del mar. “El mandamiento está muy cerca de ti: en tu corazón y en tu boca. Cúmplelo”.

¡Qué importante, qué trascendental es todo esto!

Y aquel maestro de la Ley, queriendo aparecer como justo, le pregunta: “¿Y quién es mi prójimo?”

Entonces Jesús le cuenta la parábola impresionante y hermosa, al mismo tiempo, del buen samaritano. Y termina preguntándole: “¿Quién de estos tres te parece que se portó como prójimo del cayó en manos de los bandidos?”

“¿Quién se portó como prójimo?”

Para Jesucristo lo importante, lo fundamental, no es saber quién es el prójimo, sino “quién se comportó como prójimo”.

En definitiva, ¿de qué me vale saber quién es mi prójimo si, a la hora de la verdad, doy un rodeo y paso de largo, como el sacerdote y el levita?

Y Jesucristo es el verdadero buen samaritano, que, compadecido de la humanidad, herida por el pecado, se hizo hombre y murió por nosotros; “que, en su vida terrena, pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el mal; que también hoy se acerca a todo hombre que sufre en su cuerpo o en su espíritu, y cura sus heridas con el aceite del consuelo y el vino de la esperanza”.

Nosotros, los cristianos, lo reconocemos también, misteriosamente presente, en todo hombre herido, al borde del camino de la existencia, en todo hombre o mujer que sufre por cualquier motivo… Y todos cuando, “incluso, nos vemos sumergidos en la noche del dolor, vislumbramos la luz pascual en el Hijo, muerto y resucitado” (Pref. VIII).

¡Jesucristo! Él es, por tanto, el buen samaritano, Él es el herido, Él con la Iglesia, que es su Cuerpo, es también la posada; Él, por su Espíritu, es el aceite y el vino; Él es el Maestro y el Señor. A Él la gloria ahora y siempre y por todos los siglos. Amén.

¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!

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