ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR. La Ascensión del Señor

Con un lenguaje solemne, el salmo responsorial proclama el contenido de esta solemnidad: “Dios asciende entre aclamaciones, el Señor al son de trompetas”. En efecto, terminada la misión que el Padre le encomendó realizar en la tierra, Jesucristo asciende hoy al Cielo y se sienta a la derecha del Padre, es decir, en igualdad con el Padre.

A primera vista, puede parecernos extraña la alegría con la que celebramos esta fiesta. Lo más normal hubiera sido que, después de despedir al Señor, los apóstoles volvieran a casa con gran pena y tristeza; sin embargo, nos dice el Evangelio, que “se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios”. Y en la Oración de la Misa, le pedimos al Señor que nos conceda “saltar de gozo y darte gracias en esta liturgia de alabanza…” ¡Impresionante!

¡Y nos alegramos por Jesucristo y por nosotros!

Por Jesucristo, porque vuelve al Cielo, revestido de nuestra condición humana glorificada. Es el momento culminante de su exaltación y de su victoria sobre el pecado, el mal y la muerte; y así, vive en el Cielo, intercediendo por nosotros, hasta su Vuelta Gloriosa, que esperamos. Es lo que dicen a los discípulos aquellos varones vestidos de blanco de la primera lectura.

Y nos alegramos por nosotros, porque, como rezamos hoy, en el Prefación de la Misa, la Ascensión de Jesucristo “es ya nuestra victoria y donde nos ha precedido Él, que es nuestra cabeza, esperamos llegar también nosotros como miembros de su Cuerpo”. Y San Pablo dice: “Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo, por pura gracia estáis salvados, nos ha resucitado con Cristo Jesús, y nos ha sentado en el Cielo con Él” (Ef 2, 4)

Por tanto, para Pablo, la Ascensión de Jesucristo y nuestra glorificación en el Cielo, son dos realidades inseparables, como decíamos antes. ¡Nuestro destino definitivo está ya, por tanto, determinado, está cumpliéndose ya! En la Virgen se ha realizado de manera excelente: Ha sido llevada al Cielo en cuerpo y alma, plenamente glorificada. Ella es ya lo que nosotros, con toda la Iglesia, esperamos ser algún día, nos dice el Vaticano II. ¡Sólo el pecado puede estropear tanta grandeza!

Y Jesús recuerda a los suyos su condición de apóstoles, es decir, de enviados, para ser “sus testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría, y hasta los confines del mundo”. Para ello les advierte que no se alejen de Jerusalén; tienen que aguardar “la promesa” de la que les ha hablado: el Espíritu Santo.

La segunda lectura nos presenta la entrada de Cristo en el Santuario del Cielo, como Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza, para ponerse ante Dios intercediendo por nosotros. El texto nos anima a acercarnos a Él, “con corazón sincero y llenos de fe, con el corazón purificado de mala conciencia, y con el cuerpo lavado en agua pura”. Y añade: “Mantengámonos firmes en la esperanza que profesamos, porque es fiel quien hizo la promesa”. ¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!

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