ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR. Domingo 2º de Pascua C

¡Hemos llegado al “Día Octavo”, a la Octava de Pascua! Durante esta semana hemos estado celebrando cada día, aunque fuera jornada laboral, la Solemnidad de la Resurrección del Señor.

Ya sabemos que la Resurrección es un acontecimiento muy grande, con unas consecuencias prácticas muy notables, y no cabe en un solo día. Por eso son 50 días, los del Tiempo Pascual.

En cada Celebración se ha ido repitiendo el mismo esquema: En la primera lectura, del Libro de los Hechos de los Apóstoles, hemos escuchado algún testimonio de los apóstoles acerca de la Resurrección después de Pentecostés. Y, en el Evangelio, alguna de las apariciones de Cristo Resucitado a sus discípulos. Lógico es que, al llegar el día octavo, se nos presente, en el Evangelio, la aparición de ese día.

La primera lectura, en lugar del testimonio de un apóstol, nos presenta el de toda la primera comunidad cristiana: Cómo vivían los primeros creyentes en la Resurrección. Y al ser domingo, se añade una segunda lectura, que es el comienzo del Libro del Apocalipsis, el libro de la esperanza.

El Evangelio nos presenta en toda su crudeza el tema de la fe. Y sería fácil quedarnos con la conclusión de que Tomás era malo porque no creyó y nosotros, buenos, porque sí creemos… ¡Y ya está!

Pero no sería lógico. Tendríamos que preguntarnos, más bien, cómo es nuestra fe: Si es una fe consciente, viva, activa, comprometida… Si conocemos los fundamentos de nuestra fe y si estamos capacitados para dar razón de nuestra esperanza, etc.

El Papa San Pablo VI, en una célebre oración implorando el don de la fe, pedía al Señor una fe cierta “por una exterior congruencia de pruebas y por un interior testimonio del Espíritu Santo…”

El Evangelio de hoy nos enseña que estos signos (milagros) “se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre”. Por tanto, hay que conocerlos para llegar a la fe. Por algo se llama a la fe “rationabile obsequium”. Se trata , pues, de algo que concuerda con la razón, aunque la trascienda.

Recuerdo que, después de alguna de mis homilías de este domingo, alguna persona me ha dicho: “Yo no había oído nunca decir a un sacerdote que debemos tener razones para creer”. Y porque todo esto es muy frecuente, me parece que nos viene bien traer este tema a nuestro comentario litúrgico de hoy. Recuerdo que cuando el año 1982 el Papa San Juan Pablo II vino a España, dijo, en la Universidad de Salamanca, que la gente tiene hoy “necesidad de certezas”.

Entonces, ¿dónde estuvo el error de Tomás? En exigir demasiado. Pide una experiencia física para creer. Y esa posibilidad no existe cuando se trata de hechos del pasado. De los hechos históricos sólo podemos tener conocimiento por el testimonio de los que han tenido una relación directa con ellos. Por eso, no nos podemos cerrar, como hace Tomás, al testimonio de los otros.

Además, ¡cuántos actos de fe hacemos cada día!: Tenemos que fiarnos de otras personas, incluso, a la hora de comer, no decimos: “¿Y esta comida no estará envenenada?”. Por poner sólo un ejemplo.

De esta forma, el Evangelio de Juan establece el nexo de unión entre los cristianos que habían conocido al Señor y los que no lo habían conocido, y tenían que “creer sin ver”. Pero no sin razones, lo que los teólogos llaman “motivos de credibilidad”.

Y no podemos olvidar que es éste el “Domingo de la Misericordia”. Los textos de la Misa se hacen eco de esta realidad, comenzando por la oración colecta, que comienza diciendo: “Dios de eterna misericordia, que reanimas la fe de este pueblo a ti consagrado, con la celebración anual de las fiestas pascuales…”

A mi parece que este Domingo de la Divina Misericordia constituye como un resumen de toda la Semana Santa. Es lógico que en el salmo responsorial de este día proclamemos: “Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia”.

¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!

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