ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR. Domingo 4º de Cuaresma C

Nunca reflexionaremos bastante sobre este misterio: Cuando Dios se hace hombre, es criticado porque no anda con los sabios y los buenos, sino con los publicanos y pecadores. Nos parecería más lógico que hubiera sido de la otra manera.

Los fariseos y escribas están disgustados por eso, porque Jesús trata con gente de mala fama. Y a ellos va dirigida la parábola del evangelio de hoy. Quiere explicarles por qué lo hace. Sencillamente, porque actúa como el Padre del Cielo, al que contempla constantemente, y que está representado en el padre de la parábola. El hijo menor representa a los publicanos y pecadores y el hijo mayor, a los escribas y fariseos.

La descripción que se hace del pecado y de la conversión es admirable: El pecado se nos presenta como una ruptura definitiva con el padre y con su casa; como un derroche, como una degradación, como una muerte. La conversión es recapacitar y volver a la casa del Padre, que le recibe no como a “uno de los jornaleros”, sino como a un verdadero hijo: Por eso, dice que hay que vestirle como un hijo y hay que hacer fiesta “porque el hijo estaba muerto y ha revivido, estaba perdido y lo hemos encontrado”.

Los fariseos y escribas quedan retratados en el hijo mayor. Ellos no tienen el corazón de un verdadero hermano, que se alegraría con la vuelta del que se había marchado, y no entienden a Jesucristo, porque no conocen realmente al Padre del Cielo, que es rico en bondad y misericordia.

Jesucristo ha venido a revelarnos, con obras y palabras, el verdadero rostro y el verdadero corazón del Padre, y, por eso, busca a los que se han alejado y los llama a la conversión. ¡Él es el verdadero hermano mayor!

La parábola va hoy por nosotros. A todos nos enseña algo. Y, en definitiva, ¿quién puede decir que no tiene nada de cada uno de los dos hijos?

En la segunda lectura, S. Pablo nos habla del servicio de la reconciliación con Dios, que la Iglesia ha recibido de los apóstoles, y que no sólo es mensaje y buena noticia, sino también su realización, una verdadera reconciliación con Dios y con la Iglesia, que se ofrece continuamente a cada cristiano, a través ministerio apostólico, que han recibido los obispos y los presbíteros. El Tiempo de Cuaresma está especialmente indicado para recibir este sacramento. Ya San León Magno, en el siglo V, hablaba de que “es propio de las fiestas pascuales que toda la Iglesia goce del perdón de los pecados”.

La Iglesia siempre ha manifestado su preocupación por los que se han alejado. Ha sido constante, a lo largo de los siglos, su “oración por los pecadores”, y su esfuerzo por reconciliarles con Dios y con la Iglesia. Hoy la preocupación por los alejados es uno de los signos de los tiempos. El Vaticano II nos enseña que la Iglesia ayuda a los que vuelven “con caridad, ejemplos y oraciones” (L. G. 11).

El domingo pasado acogíamos la llamada a la conversión, que el Señor nos hace siempre, pero, especialmente, en este tiempo de Cuaresma. Por eso, esta parábola nos resulta muy apropiada para este día, como una continuación y complemento de lo que contemplábamos el domingo.

En la comunión con Dios y con los hermanos, que obtenemos por el sacramento de la Reconciliación, tiene su raíz más profunda la alegría cristiana a la que nos invita este domingo de Cuaresma, que, desde antiguo, se llama “Laetare” (Alégrate) porque se acerca ya la Pascua.

Alegrémonos, por tanto, este domingo, porque, en las fiestas de Pascua, el Señor nos espera para mostrarnos y hacernos partícipes a todos de la obra admirable de la Redención, que es más grande que la obra de la Creación y que proceden ambas de su infinita bondad y misericordia.

¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!

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