ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR. La Sagrada Familia


Se ha dicho que una imagen vale más que mil palabras. Es lo que sucede este día, primer domingo después de Navidad, en el que celebramos la Fiesta de la Sagrada Familia. ¡Cuánto nos dice, nos enseña, nos grita, incluso, este hermoso misterio, que contemplamos!

En la oración colecta de la Misa de hoy decimos: “Dios, Padre nuestro, que has propuesto a la Sagrada Familia, como maravilloso ejemplo a los ojos de tu pueblo…” Cuánto bien nos hace siempre acercarnos a la Sagrada Familia: en Belén, en su Huida a Egipto, en Nazaret, donde Jesús “iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios le acompañaba”, como leemos en el Evangelio de hoy.

Hace mucho tiempo que descubrí el secreto, la clave, de la unidad, la armonía, el bienestar…, de la Sagrada Familia: ¡la presencia de Dios en aquella casa! Porque allí no estaba presente el Hijo de Dios sólo físicamente, sino también en el corazón de la Virgen Madre y de S. José. Esta convicción ha permanecido invariable, durante mucho tiempo, en mi pensamiento, en mi corazón y en mis labios.

Cuando leemos el Evangelio constatamos que el Hijo de Dios no resuelve los problemas y dificultades de su familia “a golpe de milagros”, sino que les ofrece su ayuda para afrontarlos.

Recuerdo cómo se encienden y se agrandan los ojos de los novios, cuando, en su preparación para el matrimonio, les digo: “el éxito en el matrimonio no es algo que dependa sólo de que los novios sean buenos, de que tengan trabajo y una casa propia, ni siquiera, de que se conozcan bien y se comprendan. Todo eso está bien, muy bien. Pero lo fundamental en el Matrimonio Cristiano viene de arriba, de Dios, que, por el Sacramento del Matrimonio, les capacita para ser buenos esposos, y buenos padres. “Nuestra capacidad nos viene de Dios”, escribía S. Pablo (2 Co 3, 5).

Me impresionó algo que oí hace mucho tiempo: “Un matrimonio en el Nuevo Testamento, de suyo, no puede fracasar”. Lo entendemos perfectamente, cuando nos damos cuenta de lo que significa y supone la presencia y la acción de Dios en este sacramento. El reto consiste en aprovechar a lo largo de toda la vida, la riqueza que encierra. Con frecuencia los nuevos esposos enseguida “se divorcian de Dios”, y detrás de eso, vienen todos los males, también el divorcio civil, porque “los que se alejan de ti se pierden”, leemos en los salmos (Sal 73, 27).

Tenemos que fijarnos, sobre todo, en las familias que marchan bien, que son muchas, y descubrir su diferencia, su clave, su secreto. No vale decir: “Eso depende de la suerte, es como una lotería”.

Los consejos que nos da S. Pablo en la segunda lectura, constituyen una llamada a vivirlos en familia, y una semilla de paz y bienestar familiar.

Hoy recordamos, además, que todos somos también miembros de otra familia, la Iglesia, la gran Familia de los hijos de Dios. Para ella valen también estas enseñanzas de San Pablo. Urge, mis queridos amigos, cuidar e intensificar, en nuestras parroquias y comunidades, el espíritu familiar, fraterno, que debe caracterizarlas, si quieren ser auténtica y verdaderamente eclesiales. Para unos y para otros vale lo que hemos proclamado en el salmo responsorial de hoy: “Dichosos los que temen al Señor y siguen sus caminos”. Las estrofas nos van presentando el resultado: una familia ideal.

¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!

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