ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR. Domingo 34º del T. Ordinario A

La Solemnidad de Cristo Rey Universo es una fiesta muy hermosa ¡Cuántas resonancias, cuantos “ecos” despierta en el corazón de todos nosotros y de todos los cristianos!

No es una fiesta muy antigua. Fue instituida el año 1925 por el Papa Pío XI, en un contexto social, político y eclesial, completamente distinto al nuestro. No podemos detenernos ahora en ello. La Reforma conciliar la ha colocado en el domingo 34º, el último, del Año Litúrgico. Hay que situarla, por tanto, en el contexto en el que nos encontramos estas últimas semanas: la Venida Gloriosa del Señor. 

Resumiendo mucho, podríamos decir que el Año Litúrgico termina como terminará la Historia: con la gloria y la grandeza de Cristo Rey del Universo. En efecto, sea cual sea el fin material de la Creación, esta Solemnidad viene a señalarnos con fuerza, que la Historia humana no terminará en una destrucción, en una catástrofe o en un fracaso, sino en la manifestación plena y gloriosa de Cristo Rey del Universo, y, para nosotros, terminará en el gozo de un Encuentro eterno con Dios y con los hermanos. “Y su Reino no tendrá fin”, profesamos en el Credo. Y a Santa Teresa le gustaba repetir: “Por siempre, siempre, siempre”. Por eso, me parece interesante que, al llegar a este domingo, el último, hagamos un resumen de lo que se nos enseña estas tres últimas semanas: el domingo 32º, la parábola de las diez vírgenes, respondía a la pregunta: “¿Cuándo será la Venida del Señor?” Y el mismo Cristo nos respondía: “Velad, porque no sabéis el día ni la hora”. El domingo pasado, a la luz de la parábola de los talentos, nos preguntábamos: “¿y qué tenemos que hacer mientras esperamos? La respuesta era: negociar con los talentos que se nos han confiado. Y este domingo, responde a otras dos preguntas: ¿Y cómo vendrá el Señor? ¿Y para qué vendrá? Veamos: 

Hace ya mucho tiempo, Jesucristo vino pobre y humilde a Belén; entonces vendrá lleno de gloria. El Evangelio de hoy nos dice: “Cuando venga en su gloria el Hijo del hombre y todos los ángeles con Él, se sentará en el trono de su gloria y serán reunidas ante Él todas las naciones”. Y en el Credo Apostólico decimos: “Desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos”. Ya sabemos, pues, cómo vendrá y a qué vendrá. Aquel Día “terrible y glorioso” se nos examinará acerca de nuestra conducta, especialmente con los más necesitados: los hambrientos, los sedientos, los forasteros, los enfermos, los encarcelados… Nunca reflexionaremos bastante sobre la enseñanza y la advertencia que nos hace hoy el Señor: “Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis”. Y a la inversa.

Según eso, a unos dirá: “Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo…” Y a los otros: “Apartaos de mi, malditos; id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles…” ¡Comprendemos aquí que Dios no puede ser indiferente ante el bien y el mal! 

Por tanto, juzgar para Jesucristo no es sólo ni, sobre todo, castigar. Todo lo contrario. El Señor viene, especialmente, a traer la recompensa, el salario, el premio, que corresponde a cada uno. Pero si alguien no ha querido seguir el camino señalado por el Evangelio, llegará adonde conduce ese camino, el que ha ido eligiendo libremente, en cada momento de su existencia. Y si eso es así, es lógico que deseen que vuelva el Señor, los que actúan conforme a su voluntad y que la ignoren, la menosprecien o la teman, los que andan por otros caminos. Más todavía, son muchos los cristianos que tienen toda su esperanza en la recompensa divina de aquel Día. Escribía San Pablo: “Os anima esto (su vida de fe y caridad) la esperanza de lo que Dios os tiene reservado en el Cielo” (Col 1, 3-6).

Como decía San Juan de la Cruz: “en el atardecer de la vida nos examinarán del amor”.

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