¡Cómo cambia la escena!
El rico Epulón “se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba espléndidamente cada día. Y un mendigo, llamado Lázaro, estaba echado en su portal, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico, pero nadie se lo daba”.
De repente, aparece la muerte, y cambia por completo la escena: “Se murió el mendigo y los ángeles lo llevaron al seno de Abrahán. Se murió también el rico y lo enterraron. Y estando en el infierno, en medio de los tormentos…”
¿Qué ha pasado? ¿Qué mal ha hecho aquel rico para ir a los tormentos del infierno?
Sencillamente, no preocuparse del pobre Lázaro.
¿Y por eso…? ¿Y nada más que por eso? Está claro: Por todo eso.
Y habrá gente que diga hoy al leer o escuchar este texto del Evangelio: “¡Si no le ha hecho ningún mal…!”
Es lo que diría también alguno de aquellos fariseos a quienes se dirige la parábola. “Un fariseo” de nuestros tiempos dirá: “Yo ni robo ni mato ni hago mal a nadie…”
¡Pero Jesús no nos enseña eso! Enseña a hacer el bien y evitar el mal. Las dos cosas. Y la Ley y los Profetas se resumen en la doble forma de amar: A Dios y a los hermanos.
Y el mandamiento nuevo es “la señal” de nuestro ser o no ser cristiano. ¡No podemos olvidarlo nunca!
Enseguida recordará alguno: “¡Los pecados de omisión!”
Sí; que son esas pequeñas cosas, que no hacemos cada día, y las grandes cosas que dividen la tierra en diversos mundos: Primer mundo, segundo, tercer mundo; y se habla incluso de un cuarto mundo.
Mientras los perros –animales impuros según la Ley- “se acercaban a lamerle las llagas”. Parece como si los perros tuvieran “un corazón” mejor que el rico.
Por tanto, ¡esta doctrina no es un invento reciente de la Iglesia! ¡No es cosa de algunos obispos, sacerdotes o laicos “que se han hecho comunistas!” ¡La hemos aprendido los cristianos desde el principio, de la palabra y del ejemplo de Jesucristo, el Señor! ¡Ya los apóstoles y los santos padres hablaban con firmeza sobre este asunto: ¡Los bienes del mundo son para todos! ¡No pueden acaparar unos lo que necesitan otros! Uno de los padres, S. Basilio, decía: “Alimenta al que muere de hambre, porque si no lo alimentas, lo matas”.
¿Lo mato? ¿Cómo? ¿Por qué? ¡Cuánto despiste en este tema! Modernamente, ha escrito San Juan Pablo II: "¡los bienes que poseemos, están gravados con una hipoteca social!”. Y en un lugar de África, decía: “¿Cómo juzgará la historia a esta generación que deja morir a sus hermanos de hambre, pudiendo evitarlo?”.
En nuestros tiempos, la primera escena de la parábola ha adquirido una dimensión mundial. El Papa San Pablo VI escribía, hace ya tiempo, una encíclica muy importante sobre el desarrollo y subdesarrollo de los pueblos: “Populorum Progressio”. En ella se valía de esta parábola, para presentar la situación en que se encuentra la humanidad: Por un lado, los países desarrollados y ricos, representan al rico Epulón; por otro, los países pobres, al mendigo Lázaro.
Mientras tanto, Dios observa y espera con paciencia y misericordia. Por este camino, los países ricos y los países pobres tendrán el mismo desenlace que nos presenta la parábola. Pues llegará un día, en el que se cerrará la puerta y se dirá, como hemos escuchado en la primera lectura: “Se acabó la orgía de los disolutos”. ¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!
El rico Epulón “se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba espléndidamente cada día. Y un mendigo, llamado Lázaro, estaba echado en su portal, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico, pero nadie se lo daba”.
De repente, aparece la muerte, y cambia por completo la escena: “Se murió el mendigo y los ángeles lo llevaron al seno de Abrahán. Se murió también el rico y lo enterraron. Y estando en el infierno, en medio de los tormentos…”
¿Qué ha pasado? ¿Qué mal ha hecho aquel rico para ir a los tormentos del infierno?
Sencillamente, no preocuparse del pobre Lázaro.
¿Y por eso…? ¿Y nada más que por eso? Está claro: Por todo eso.
Y habrá gente que diga hoy al leer o escuchar este texto del Evangelio: “¡Si no le ha hecho ningún mal…!”
Es lo que diría también alguno de aquellos fariseos a quienes se dirige la parábola. “Un fariseo” de nuestros tiempos dirá: “Yo ni robo ni mato ni hago mal a nadie…”
¡Pero Jesús no nos enseña eso! Enseña a hacer el bien y evitar el mal. Las dos cosas. Y la Ley y los Profetas se resumen en la doble forma de amar: A Dios y a los hermanos.
Y el mandamiento nuevo es “la señal” de nuestro ser o no ser cristiano. ¡No podemos olvidarlo nunca!
Enseguida recordará alguno: “¡Los pecados de omisión!”
Sí; que son esas pequeñas cosas, que no hacemos cada día, y las grandes cosas que dividen la tierra en diversos mundos: Primer mundo, segundo, tercer mundo; y se habla incluso de un cuarto mundo.
Mientras los perros –animales impuros según la Ley- “se acercaban a lamerle las llagas”. Parece como si los perros tuvieran “un corazón” mejor que el rico.
Por tanto, ¡esta doctrina no es un invento reciente de la Iglesia! ¡No es cosa de algunos obispos, sacerdotes o laicos “que se han hecho comunistas!” ¡La hemos aprendido los cristianos desde el principio, de la palabra y del ejemplo de Jesucristo, el Señor! ¡Ya los apóstoles y los santos padres hablaban con firmeza sobre este asunto: ¡Los bienes del mundo son para todos! ¡No pueden acaparar unos lo que necesitan otros! Uno de los padres, S. Basilio, decía: “Alimenta al que muere de hambre, porque si no lo alimentas, lo matas”.
¿Lo mato? ¿Cómo? ¿Por qué? ¡Cuánto despiste en este tema! Modernamente, ha escrito San Juan Pablo II: "¡los bienes que poseemos, están gravados con una hipoteca social!”. Y en un lugar de África, decía: “¿Cómo juzgará la historia a esta generación que deja morir a sus hermanos de hambre, pudiendo evitarlo?”.
En nuestros tiempos, la primera escena de la parábola ha adquirido una dimensión mundial. El Papa San Pablo VI escribía, hace ya tiempo, una encíclica muy importante sobre el desarrollo y subdesarrollo de los pueblos: “Populorum Progressio”. En ella se valía de esta parábola, para presentar la situación en que se encuentra la humanidad: Por un lado, los países desarrollados y ricos, representan al rico Epulón; por otro, los países pobres, al mendigo Lázaro.
Mientras tanto, Dios observa y espera con paciencia y misericordia. Por este camino, los países ricos y los países pobres tendrán el mismo desenlace que nos presenta la parábola. Pues llegará un día, en el que se cerrará la puerta y se dirá, como hemos escuchado en la primera lectura: “Se acabó la orgía de los disolutos”. ¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!
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