ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR. Domingo 33º del T. Ordinario B

Estamos terminando el Año Litúrgico, y estas últimas semanas y las primeras de Adviento, recordamos y celebramos, cada año, el final de la Historia humana, la segunda Venida del Señor.

Es una verdad de fe que profesamos en el Credo: “Y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos y su Reino no tendrá fin”.

Los primeros cristianos tenían una conciencia muy viva de esta verdad. En nuestra época, apenas se tiene en cuenta, aunque la recordemos todos los años por estas fechas, y se haga constantemente referencia a ella en la Liturgia de la Iglesia, por ejemplo, en la celebración de la Eucaristía de cada día.

Los científicos tienen distintas teorías sobre el fin del Universo. Algunos piensan que será una catástrofe cósmica, otros, un enfriamiento del sol, etc. Los cristianos no conocemos el modo concreto en el que terminará la Historia (Cfr. G. et Spes, 39), ni centramos nuestra atención en ello; y sea como fuere el fin del mundo, confesamos que todo concluirá con el gozo de “un encuentro eterno” con el Señor, con los hermanos y con toda la Creación renovada y glorificada (Rom 8, 20-22).

Con la Vuelta gloriosa del Señor llegará a su plenitud la Obra de la Redención y, por tanto, será el Día de la Resurrección y de la Vida sin fin. ¡Una nueva Creación! (2Co 5,17). Mientras tanto, tenemos que afrontar el sufrimiento y la muerte.

Por eso, los cristianos no esperamos este hecho, tan importante y trascendental, con miedo, ansiedad, pesimismo, ni con ningún tipo de turbación interna o externa. Cada día la Iglesia anuncia y celebra este acontecimiento como Buena Noticia. Y, por poco que reflexionemos, nos daremos cuenta enseguida, de la grandeza maravillosa e inefable que encierra, y nos llenaremos de esperanza y de gozo.

Con frecuencia, la Palabra de Dios, para transmitirnos esta verdad, emplea algunos géneros literarios, que tratan de asociar a los astros y a otros elementos de la naturaleza a ese hecho trascendental. Es lo que sucede, por ejemplo, en el Evangelio de este domingo, en el que, en medio de ese ropaje literario, se nos anuncia la Venida del Señor y se nos invita a estar atentos a sus signos característicos, porque “el día y la hora nadie lo sabe, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, sólo el Padre”.

En la segunda lectura, escuchamos que “Cristo ofreció por los pecados, para siempre jamás, un solo Sacrificio; está sentado a la derecha de Dios y espera el tiempo que falta hasta que sus enemigos sean puestos como estrado de sus pies”.

El Libro de Daniel, que escuchamos como primera lectura, nos anuncia, en medio de un género literario característico,“tiempos difíciles”, pero, “entonces –dice- se salvará tu pueblo, todos los inscritos en el libro. Muchos de los que duermen en el polvo despertarán: Unos para vida perpetua, otros para ignominia perpetua. Los sabios brillarán como el fulgor del firmamento, y los que enseñaron a muchos la justicia, como las estrellas, por toda la eternidad”.

Mientras tanto, es “el tiempo de la Iglesia peregrina”, a la que recordábamos y celebrábamos el domingo pasado, en la Jornada de la Iglesia Diocesana, que toca cada año a nuestro corazón, con un acento personal y comunitario característicos.

El Concilio nos dice que la “espera de una tierra nueva no debe debilitar, sino más bien avivar la preocupación por cultivar esta tierra…” (Cfr. G. et Sp. 39).

En este sentido, todos confiamos en que “Jornada de los Pobres”, que celebramos este domingo, convocada por el Papa Francisco para toda la Iglesia, traiga una nueva esperanza para tanta gente, que sufre y muere por tantas carencias, y para todos los que sufrimos por nuestra impotencia para aliviar y erradicar tanto dolor.

¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!

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