¡Dios se fija en nosotros cuando hacemos el bien!
El Evangelio de hoy nos hace esta “gran revelación”. ¡Y nos llega al alma!
Estamos acostumbrados a oír, desde pequeños: “¡Te estás portando mal, y Dios te está mirando!”
Y es verdad. Pero esto, que comentamos, también es verdad. ¡Y lo pensamos, lo vivimos y lo decimos menos!
Es lo que nos narra el Evangelio de hoy acerca de aquella viuda pobre, que echa su ofrenda en el cepillo del templo. Jesús no sólo le mira y valora lo que hace, sino que además, llama a los discípulos para comentárselo, y les hace saber que aquella pobre mujer ha echado más que nadie, todo lo que tenía para vivir.
En situaciones difíciles, hay personas que se abandonan en manos de Dios, a veces, de un modo heroico, diciendo: “No me importa lo que está diciendo la gente. Dios lo ve todo, Dios lo sabe todo. Y eso me basta” ¡A mi me impresiona!
Esta verdad, que comentamos, puede ayudar a mucha gente, que no se siente querida ni valorada por lo que es ni por lo que hace. Gente que está herida y frustrada porque nadie le da importancia, ni a ella, ni a su trabajo, ni a sus cosas. ¡Nadie le valora y, mucho menos, le recompensa! ¡Cuánta fortaleza, consuelo y esperanza le ofrece la certeza de que Dios le ve, le quiere…
Frente a aquellos escribas a quienes “les encanta pasearse con amplio ropaje y que les hagan reverencias en la plaza…,” el Señor dice a sus discípulos que, cuando hagan limosna, cuando recen o cuando ayunen, no busquen la mirada complaciente de la gente, sino la del Padre del Cielo, que está en lo escondido y el Padre, que ve en lo escondido, les recompensará (Mt 6,1-18).
El Evangelio de hoy nos hace esta “gran revelación”. ¡Y nos llega al alma!
Estamos acostumbrados a oír, desde pequeños: “¡Te estás portando mal, y Dios te está mirando!”
Y es verdad. Pero esto, que comentamos, también es verdad. ¡Y lo pensamos, lo vivimos y lo decimos menos!
Es lo que nos narra el Evangelio de hoy acerca de aquella viuda pobre, que echa su ofrenda en el cepillo del templo. Jesús no sólo le mira y valora lo que hace, sino que además, llama a los discípulos para comentárselo, y les hace saber que aquella pobre mujer ha echado más que nadie, todo lo que tenía para vivir.
En situaciones difíciles, hay personas que se abandonan en manos de Dios, a veces, de un modo heroico, diciendo: “No me importa lo que está diciendo la gente. Dios lo ve todo, Dios lo sabe todo. Y eso me basta” ¡A mi me impresiona!
Esta verdad, que comentamos, puede ayudar a mucha gente, que no se siente querida ni valorada por lo que es ni por lo que hace. Gente que está herida y frustrada porque nadie le da importancia, ni a ella, ni a su trabajo, ni a sus cosas. ¡Nadie le valora y, mucho menos, le recompensa! ¡Cuánta fortaleza, consuelo y esperanza le ofrece la certeza de que Dios le ve, le quiere…
Frente a aquellos escribas a quienes “les encanta pasearse con amplio ropaje y que les hagan reverencias en la plaza…,” el Señor dice a sus discípulos que, cuando hagan limosna, cuando recen o cuando ayunen, no busquen la mirada complaciente de la gente, sino la del Padre del Cielo, que está en lo escondido y el Padre, que ve en lo escondido, les recompensará (Mt 6,1-18).
Y San Pablo, escribiendo a los Colosenses, se dirige a los esclavos cristianos, y les dice: “Lo que hacéis, hacedlo con toda el alma, como para servir al Señor y no a los hombres, sabiendo que recibiréis de Él en recompensa, la herencia. Servid a Cristo Señor” (Col 3, 23 -24).
Pocas cosas nos moverán más a la generosidad, a la entrega, al trabajo bien hecho, como esta verdad.
Y de generosidad nos hablan también las demás lecturas de hoy: En la primera contemplamos a otra viuda pobre, que se fía de la palabra del profeta Elías, hasta tal punto, que le hace un panecillo con la última harina y el último aceite que le queda.
Pero el maestro y el ejemplo supremo de toda generosidad es el mismo Jesucristo, el Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza, que ha hecho de su vida una ofrenda “para quitar los pecados de todos”, y que ahora está ante el Padre intercediendo por nosotros (2ª Lect.).
Estos textos, que comentamos, pueden ayudarnos a celebrar hoy, con el mejor espíritu, el Día de la Iglesia Diocesana, de un modo generoso y abierto a lo que Dios quiera de cada uno de nosotros en favor de nuestra Comunidad Diocesana, que no es sólo ni, principalmente, el dinero, aunque éste sea también necesario, sino, especialmente, la entrega de aquellos dones, los llamados carismas, que Dios nos ha dado y no cesa de darnos para el bien de nuestra Iglesia, siguiendo la exhortación de San Pedro: “Que cada uno, con el don que ha recibido, se ponga al servicio de los demás, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios” (1 Pe 4, 10). Y es que, muchas veces, por comodidad o pereza, por egoísmo, los descuidamos y anulamos, y no los entregamos.
De esta manera, nuestra Iglesia Diocesana, en sus parroquias e instituciones, nos parece muchas veces muy pobre, carente de recursos personales, espirituales y materiales, cuando el Espíritu Santo no deja de enviarle todos los dones que necesita. Él, en efecto, no permite que viva en la pobreza o en la miseria, la Iglesia, la Esposa de Cristo. Pero, si cada uno de nosotros no aporta a la Iglesia los dones que hemos recibido del mismo Espíritu para ella, específicamente, para ella, ¿cómo se resolverán sus dificultades y carencias?
¡Cuántas cosas! ¡Que ésta sea una Jornada provechosa para todos!
¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!
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