Bartimeo, el ciego del Evangelio de este domingo, tenía una ilusión en su vida: poder ver; pero ésta era una ilusión imposible, porque ¿cómo un ciego va a recobrar la vista?
Pero aquel hombre tiene la suerte de encontrarse con Jesús, que pasa por el mismo camino donde estaba sentado, pidiendo limosna; pues, cuando oye que pasa Jesús, comienza a gritar: “Hijo de David, ten compasión de mí”.
Era normal que lo mandaran que a callar, entre otras cosas, porque, si estaba ciego, era, según la mentalidad judía, porque había pecado, porque era un pecador.
Pero ¿por qué sabía Bartimeo que Jesús era el Hijo de David? ¿Y la gente que va con Jesús lo creía también? ¿Y cómo sabía que Jesús podía curarle de su ceguera?
No lo sabemos. Lo cierto es que llega el momento en el que Jesucristo se para y dice: “llamadlo”. Y entonces es cuando le dicen: “ánimo, levántate, que te llama”.
¡Oh! mis queridos amigos, ¡la llamada del Señor! Nos dice San Marcos que, entonces aquel ciego “soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús”. ¡Qué impresionante!
Y Jesús le cura: “Anda, tu fe te ha curado”. “Y lo seguía por el camino”. Se trata, por tanto, de una doble curación: Jesucristo abre los ojos de aquel hombre a la luz del día y su corazón, a la luz de la fe. Por eso, puede seguirle.
Aquella gente que va con Jesucristo tenía que recordar lo que habían anunciado los profetas y que hoy escuchamos en la primera lectura: “Gritad de alegría por Jacob, regocijaos por el mejor de los pueblos”. Es el anuncio de la liberación del destierro y es anuncio también de los tiempos del Mesías. El profeta dice que entre los que vienen hay “ciegos y cojos, preñadas y paridas: Una gran multitud retorna”.
Pero ya sabemos que hay muchas clases de ceguera; está incluso la ceguera “del que no quiere ver”. En el seguimiento de Jesucristo es fundamental ver, poder ver, querer ver. Es la luz de la fe. Y ésta es imprescindible. Sin la fe todo yace en una profunda, permanente y terrible oscuridad. Y, en definitiva, si no tenemos una fe viva y auténtica, ¿cómo vamos a dar testimonio de “lo que hemos visto?”.
Conocí en una ocasión a una mujer que era sordomuda y ciega. ¡Qué pena! ¡Estaba completamente cerrada a todo!
Dicen que S. Marcos coloca aquí, al final de esta sección, la curación del ciego, para ayudar a comprender a las comunidades cristianas a las que dirige su Evangelio, que todo lo que hemos contemplado en los últimos domingos acerca de la vida cristiana y del seguimiento de Jesucristo, es imposible si somos ciegos, si no vemos bien, si no queremos ver.
Pero ¿será posible que seamos ciegos? Ciegos tal vez no, pero ¿quién puede decir que no tiene nada de ceguera? ¿Quién no anda un poco encandilado por tantas cosas como llaman nuestra atención y dificultan nuestro seguimiento de Cristo? En Canarias hay que tener cuidado con la iluminación nocturna de los pueblos y de las ciudades, porque se puede entorpecer la contemplación del cielo, que se hace desde los dos astrofísicos.
¡Y Cristo, que curó al ciego, puede curarnos también a nosotros! Y entonces, también nosotros le seguiremos, o le seguiremos mejor, por el camino.
En la celebración de la Eucaristía de este domingo, nos encontramos con Jesucristo, que nos pregunta como al ciego: “¿Qué quieres que haga por ti?” Y nosotros ¿qué le vamos a contestar? “Maestro, que pueda ver, que pueda ver siempre, hasta que llegue a contemplarte, vivo y glorioso, por toda la eternidad.
A ello nos ayuda el ejemplo y la intercesión materna de la Virgen de Candelaria, que estos días ha visitado nuestra Ciudad. ¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!
No hay comentarios:
Publicar un comentario