La multiplicación de los panes y los peces dejó una huella muy profunda en la comunidad primera. Aquella gente contempló cómo, de las manos de Cristo, fueron saliendo panes y peces, en cantidad suficiente, para alimentar a toda aquella inmensa multitud. Y aún recogen doce cestos de sobras.
A partir de este acontecimiento, se inicia el discurso de Jesús sobre el Pan de Vida, que recoge S. Juan en el capítulo sexto de su Evangelio, y que iremos leyendo durante cinco domingos.
Este será un tiempo privilegiado para ir reflexionando, poco a poco, en distintos aspectos del misterio de la Eucaristía, sobre el que nunca meditaremos bastante.
Me parece que sería bueno detenernos a contemplar este domingo, cómo para realizar aquel milagro, Jesús quiere contar con los cinco panes y dos peces de un muchacho. De igual manera, para alimentarnos a nosotros con el Pan de la Eucaristía, Jesús quiere contar también con nuestro pan y nuestro vino, con nuestras ofrendas.
Uno de los momentos importantes de la Misa es el rito de las ofrendas, que podríamos llamar “el rito del compartir” lo que tenemos, como hacían los primeros cristianos. Y ¡no hay celebración de la Misa si no hay ofrendas!
En los primeros siglos, se llevaban al altar pan, vino y otros dones para el sacrificio de la Misa y para atender a los ministros de la Iglesia y a los pobres: El sacerdote separaba lo necesario para la Eucaristía, y el resto se dejaba para las otras finalidades. En nuestro tiempo, llevamos al altar pan, vino y agua para el sacrificio, y los demás dones suelen llevarse en dinero, que, a veces, va destinado a las grandes necesidades de la Iglesia: Evangelización, Culto y Caridad.
Pero las ofrendas tienen un sentido, una significación, que va mucho más allá de la cantidad, que se pone en la bandeja. Y el que hace la colecta, no va sencillamente, como se decía antes, “a recoger perras para la Iglesia”, sino que realiza un verdadero ministerio al servicio del altar, del culto y del pueblo, con independencia de la finalidad concreta que se dé cada día a la colecta. ¡No podemos ir al altar con las manos vacías!
Estas ofrendas deben ser, en primer lugar, expresión de nuestro agradecimiento a Dios, dador de todo bien, por los dones recibidos, signos de su providencia y de su amor.
Nos sobrecoge pensar que, de todos esos dones nuestros, un poco de pan y de vino, con unas gotas de agua, se van a convertir en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, para la vida del mundo.
Los dones que llevamos al altar son también signo de nuestra ofrenda interior. Debemos llevar al altar no sólo el pan, el vino y el dinero, sino que debemos llevar toda nuestra vida: Nuestras alegrías y nuestras penas, nuestro trabajo y nuestro descanso, nuestras ilusiones y proyectos, todo lo que somos y tenemos, para ofrecerlos al Padre, junto con el Cuerpo y la Sangre de Cristo, según aquella expresión de San Agustín: “El Cristo todo ofrece al Padre al Cristo todo”.
Así toda nuestra vida adquiere un sentido nuevo, un valor nuevo, porque se convierte en ofrenda al Padre, Señor del Universo. Y ya sabemos que lo que damos a otro tiene que ser bueno. ¡No podemos, por ejemplo, regalar a nadie un cesto de manzanas podridas! Por eso, la Santa Misa tiene que hacernos mejores, tiene que ser una consagración de toda nuestra vida; y, por este camino, será también una verdadera consagración del Cosmos y de la Historia.
También hoy dirige el Señor su mirada a esa enorme e incontable multitud de hombres y mujeres, víctimas del hambre y de la miseria, de necesidades de todo tipo, y nos dice a nosotros, como aquel día dijo a Felipe: “¿Con qué compraremos panes para que coman éstos?” Ojalá que seamos capaces de poner en sus manos nuestros cinco panes y dos peces. Entonces se realizará el milagro, y hoy, como entonces, toda la gente proclamará: "Este sí que es el Profeta que tenía que venir al mundo".
¡FELIZ DÍA EL SEÑOR!
A partir de este acontecimiento, se inicia el discurso de Jesús sobre el Pan de Vida, que recoge S. Juan en el capítulo sexto de su Evangelio, y que iremos leyendo durante cinco domingos.
Este será un tiempo privilegiado para ir reflexionando, poco a poco, en distintos aspectos del misterio de la Eucaristía, sobre el que nunca meditaremos bastante.
Me parece que sería bueno detenernos a contemplar este domingo, cómo para realizar aquel milagro, Jesús quiere contar con los cinco panes y dos peces de un muchacho. De igual manera, para alimentarnos a nosotros con el Pan de la Eucaristía, Jesús quiere contar también con nuestro pan y nuestro vino, con nuestras ofrendas.
Uno de los momentos importantes de la Misa es el rito de las ofrendas, que podríamos llamar “el rito del compartir” lo que tenemos, como hacían los primeros cristianos. Y ¡no hay celebración de la Misa si no hay ofrendas!
En los primeros siglos, se llevaban al altar pan, vino y otros dones para el sacrificio de la Misa y para atender a los ministros de la Iglesia y a los pobres: El sacerdote separaba lo necesario para la Eucaristía, y el resto se dejaba para las otras finalidades. En nuestro tiempo, llevamos al altar pan, vino y agua para el sacrificio, y los demás dones suelen llevarse en dinero, que, a veces, va destinado a las grandes necesidades de la Iglesia: Evangelización, Culto y Caridad.
Pero las ofrendas tienen un sentido, una significación, que va mucho más allá de la cantidad, que se pone en la bandeja. Y el que hace la colecta, no va sencillamente, como se decía antes, “a recoger perras para la Iglesia”, sino que realiza un verdadero ministerio al servicio del altar, del culto y del pueblo, con independencia de la finalidad concreta que se dé cada día a la colecta. ¡No podemos ir al altar con las manos vacías!
Estas ofrendas deben ser, en primer lugar, expresión de nuestro agradecimiento a Dios, dador de todo bien, por los dones recibidos, signos de su providencia y de su amor.
Nos sobrecoge pensar que, de todos esos dones nuestros, un poco de pan y de vino, con unas gotas de agua, se van a convertir en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, para la vida del mundo.
Los dones que llevamos al altar son también signo de nuestra ofrenda interior. Debemos llevar al altar no sólo el pan, el vino y el dinero, sino que debemos llevar toda nuestra vida: Nuestras alegrías y nuestras penas, nuestro trabajo y nuestro descanso, nuestras ilusiones y proyectos, todo lo que somos y tenemos, para ofrecerlos al Padre, junto con el Cuerpo y la Sangre de Cristo, según aquella expresión de San Agustín: “El Cristo todo ofrece al Padre al Cristo todo”.
Así toda nuestra vida adquiere un sentido nuevo, un valor nuevo, porque se convierte en ofrenda al Padre, Señor del Universo. Y ya sabemos que lo que damos a otro tiene que ser bueno. ¡No podemos, por ejemplo, regalar a nadie un cesto de manzanas podridas! Por eso, la Santa Misa tiene que hacernos mejores, tiene que ser una consagración de toda nuestra vida; y, por este camino, será también una verdadera consagración del Cosmos y de la Historia.
También hoy dirige el Señor su mirada a esa enorme e incontable multitud de hombres y mujeres, víctimas del hambre y de la miseria, de necesidades de todo tipo, y nos dice a nosotros, como aquel día dijo a Felipe: “¿Con qué compraremos panes para que coman éstos?” Ojalá que seamos capaces de poner en sus manos nuestros cinco panes y dos peces. Entonces se realizará el milagro, y hoy, como entonces, toda la gente proclamará: "Este sí que es el Profeta que tenía que venir al mundo".
¡FELIZ DÍA EL SEÑOR!
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