ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR. Domingo 13º del T. Ordinario B


Nos enseña el Vaticano II: “Jamás el género humano tuvo a su disposición tantas riquezas, tantas posibilidades, tanto poder económico”. Sin embargo, la enfermedad, el sufrimiento y la muerte son una realidad en la vida de cada día (G. et Sp. 4).

Ante todo eso, se reacciona de diversas maneras, pero siempre con mucho dolor, mitigado por la fe y por la fuerza y el consuelo de Dios, cuando se trata de creyentes. Y no falta quienes, en medio de estas circunstancias, “le echan la culpa a Dios”. Y como consecuencia, se rebelan contra Dios, “se pelean con Dios”.

A mí, como a cualquier cristiano, me causa perplejidad y confusión esta actitud, porque, desde pequeños, aprendimos lo que hoy nos recuerda el Libro de la Sabiduría en la primera lectura: El drama del pecado original, por el que entra en el mundo el sufrimiento, la muerte y el pecado con toda su secuela de males: “Dios no hizo la muerte ni se recrea en la destrucción de los vivientes; todo lo creó para que subsistiera…” “Por la envidia del diablo entró la muerte en el mundo…” Y San Pablo dirá: “por el pecado, la muerte” (Rom 5, 12), como recordábamos hace algunos domingos.

Es la consecuencia de la falta de formación cristiana, que hizo que el Papa Benedicto XVI hablara de “analfabetismo religioso”.

¡Qué peligroso es todo esto! En efecto, una lectura equivocada de la realidad y, particularmente, de los Libros Sagrados, puede llevar al hombre y a la sociedad a las peores conclusiones, como nos recuerda la Historia.

Por todo ello, cuando Dios se hace hombre, nos da la impresión de que, donde Él está, no puede haber enfermedad, ni muerte, ni mal alguno. Así, las hermanas de Lázaro le llegan a decir: “Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano” (Jn 11, 21 y 32).

De esta manera, Jesucristo nos revela el verdadero rostro de Dios, que es ¡el amigo de la vida, la fuente de la vida, el Dios de la vida!

El Evangelio de este domingo nos ofrece dos ejemplos de lo que estamos comentando: La resurrección de la hija de Jairo, el jefe de la Sinagoga, y la curación de una mujer, que padecía flujos de sangre, con solo tocar su manto.

Ya S. Pedro, en casa de Cornelio, resumirá la vida de Jesús diciendo: “Pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con Él” (Hch 10,38).

La segunda lectura nos presenta a S. Pablo organizando una colecta para la comunidad pobre de Jerusalén. Es el ejemplo de la lucha contra el mal que tiene que realizar todo verdadero discípulo de Cristo. Es más, ¡esta es la señal de su autenticidad! Dios no quiere un mundo donde unos vivan muy bien y otros, muy mal, hasta morir de hambre; un mundo del trabajo, dividido entre unos, que tienen grandes sueldos, otros que cobran poco, y otros que van al “laberinto del paro”.

San Pablo nos señala hoy la formulación exacta: “Se trata de nivelar”.

Pero esto no se puede imponer por la fuerza; sólo tiene la fuerza del bien y de la verdad.

Y esto es lo que sucedía en la comunidad cristiana de Jerusalén, de la que nos habla el Libro de los Hechos, en la que “ninguno pasaba necesidad” (Hch 4, 34).

¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!

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