ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR. Domingo 6º del T. Ordinario B


La situación de aquel hombre que se acerca a Jesucristo, era terrible. ¡Se trata de un leproso! En la primera lectura escuchamos lo que decía la Ley de Moisés acerca de estos enfermos. ¡El leproso era un hombre maldito ante Dios y ante los demás! Tenía que vivir “fuera del campamento”. Y tenía que estar gritando: “¡Impuro, impuro!”. Era una enfermedad contagiosa e incurable hasta hace relativamente poco tiempo. Alguna vez he tenido la ocasión de ver la película “Molokay, la Isla Maldita”. Se refería a San Damián, “el apóstol de los leprosos”. Con ella nos podíamos hacer una idea de la vida de los leprosos hace unos siglos.

El hecho es que aquel hombre tiene la suerte de poder acercarse a Jesús y, estando muy cerca de Él, suplicarle: “Si quieres, puedes limpiarme”.

Y ¿cómo puede aquel leproso acercarse tanto a Jesús? ¿Y cómo llegó al convencimiento de que Jesús podía curarle? No lo sabemos. Dice el Evangelio que Jesús siente lástima de aquel hombre, extiende su mano, y lo toca diciéndole: “Quiero, queda limpio”.

Tocar a un leproso estaba prohibido por la Ley de Moisés; pero a Cristo no le importa quedar impuro ante la Ley. Él ha venido a traernos la Ley Nueva, la del amor.

Tenemos que sentir lástima ante las dificultades de los demás, no acostumbrarnos a ver sufrir a la gente. Como se reza en la Liturgia de las Horas, “que el corazón no se me quede desentendidamente frío”. Hoy lo decimos, especialmente, pensando en la Jornada de Manos Unidas contra el hambre en el mundo.

El Evangelio continúa diciendo que Jesús le encarga severamente: “No se lo digas a nadie”. S. Marcos recoge con frecuencia expresiones como ésta, por el temor que tenía Jesucristo de que la gente entendiera mal su condición de Mesías. Pero ¡qué difícil es no hablar de Jesucristo cuando hemos sido “tocados”, curados por Él! Por eso, aquel hombre, “cuando se fue, comenzó a divulgar el hecho con grandes ponderaciones, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo”.

Cuando vemos que se tambalea la práctica cristiana de mucha gente, cuando es tibio o frío el espíritu de tantos, cuando la dimensión apostólica de la vida cristiana está prácticamente ausente en muchos lugares, ¿será que no nos hemos sentido “tocados” por el Señor, curados por Él?

¿Y por qué le dice que vaya a presentarse al sacerdote? Sencillamente, porque el sacerdote era el encargado de comprobar si se trataba de una verdadera curación, e integrarle o no, en la comunidad. Y aquel sacerdote tendrá que reconocer que Cristo, el “Profeta de Nazaret”, era capaz de curar la lepra. ¡Qué impresionante nos resulta todo!

¿Y ahora? Ya Los Santos Padres nos enseñaban que aquel poder extraordinario con el que Jesús realizaba tantas obras prodigiosas, ha pasado ahora a los sacramentos. Y en efecto, ¿qué es más difícil curar a un leproso, o limpiar de todo pecado, por el sacramento de la Reconciliación, a una persona que lleva 30 años sin confesarse, y que ha hecho de todo en la vida?

Jesús decía que el que creyera, haría “las mismas obras que Él hacía, y aún mayores” (Jn 14, 12). ¡Y Cristo “es el mismo ayer, hoy y siempre!” (Hb 13, 8). Es necesario que nos acerquemos a Él, como el leproso. Con su misma fe, con su mismo convencimiento, para que cure nuestra lepra, la que sea, cada uno conoce la suya.

El problema del hambre en el mundo, que hoy se nos recuerda y se nos urge una vez más, es un reto continuo a nuestra condición de cristianos, que tenemos que amar “no sólo de palabra y de boca, sino de verdad y con obras” (1 Jn 3, 18). ¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!

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