ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR. Domingo 4º del T. Ordinario B


“¡Éste sí que es el Profeta que tenía que venir al mundo!”, decía la gente entusiasmada ante el milagro de la multiplicación de los panes y los peces (Jn 6,15). Pues de eso se trata este domingo: Jesús es “el Profeta” que tenía que venir, pero en Él la profecía llega a su plenitud, porque Él es el Hijo de Dios, hecho hombre. Es decir, el que había hablado a través de los profetas, ahora habla y actúa con la sabiduría y la autoridad de Dios. ¡Asombrosa diferencia! Y, cuando comienza a enseñar en la Sinagoga de Cafarnaúm, enseguida la gente nota algo distinto: No habla como los escribas o maestros de Israel, que comentaban y explicaban los sábados la Sagrada Escritura, sino con autoridad.

En la primera lectura de hoy, contemplamos cómo Dios le dice a Moisés: “Suscitaré un profeta de entre tus hermanos como tú. Pondré mis palabras en su boca y les dirá lo que yo le mande. A quien no escuche las palabras que pronuncie en mi nombre, yo le pediré cuentas”. Y siempre fue una realidad, en Israel, el ministerio de los profetas. Ahora todo tiene su punto culminante en la venida y en la presencia en la tierra del mismo Dios. En el Evangelio de San Mateo, nos encontramos con unas palabras, a primera vista, muy extrañas, unas expresiones como éstas: “Habéis oído que se dijo a los antiguos… Pero yo os digo…” (Mt 5,21). ¿Y quién se atreve a hablar así? Sólo Jesús, porque es el Hijo del Dios vivo.

En el salmo responsorial de este domingo, repetimos: “¡Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: no endurezcáis vuestro corazón!”. ¡Pues de eso se trata! Todos sentimos y sufrimos alguna vez “el silencio de Dios”; pero Él continuamente nos habla, especialmente, a través de la Revelación, que es su Palabra. Y “cuando Dios revela, nos ha dicho el Vaticano II, hay que prestarle la obediencia de la fe” (D. V., 5).

Este domingo, por tanto, nos ofrece una ocasión apropiada de revisar nuestra relación con el Dios que habla. “Cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura es Él quien habla”, nos ha enseñado también el Concilio (S. C. 7). Tendríamos que preguntarnos hoy cómo escuchamos la Palabra de Dios; si la leemos y la meditamos con frecuencia, si respondemos al Señor con una oración ferviente, que nos lleve a una vida comprometida y al apostolado; si nos conduce, en fin, a lo que S. Ignacio llamaba “el conocimiento interior de Cristo”.

¿Y quién puede decir que tiene una relación perfecta con el Señor? ¿Quién se atreve a decir que le habla y le escucha de un modo perfecto? ¿Quién puede decir que ya no tiene que adelantar más? ¿No es, mas bien, verdad, que todos tenemos que avanzar más en nuestra relación Él?

Pero, además de todo esto, tenemos que detenernos siquiera un momento más, porque hay alguien que grita en la Sinagoga: “¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios”.

¡Se trata de un endemoniado! El diablo, como vemos, tiene un conocimiento perfecto de Jesucristo. Sabe quién es y a lo que viene. ¡Y tiembla de miedo! Pero ese conocimiento no le sirve de nada. ¡Como el de tantos cristianos!

Cuando tantos cristianos se alejan de la Iglesia, cuando tantos tienen una fe y una actividad apostólica tan marchita, cuando tantos dudan de Jesucristo, cuántos tantos se encuentran encadenados por el miedo y la vergüenza, a la hora de dar un testimonio valiente de Cristo y de su Evangelio, más sorprendente nos resulta el “testimonio” del diablo.

En resumen, qué revelación más preciosa e importante nos hace el Evangelio de este domingo, en los comienzos de la Vida Pública del Señor: ¡Jesús habla y actúa con la autoridad de Dios!

¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!

No hay comentarios:

Publicar un comentario