ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR Domingo 4º de Adviento B



El cuarto domingo de Adviento nos sitúa ante las puertas de la Navidad, y trata, cada año, de centrar los ojos y el corazón de toda la Iglesia en la Virgen María, la Madre del Señor. De ella aprendemos los cristianos la mejor forma de celebrar la Navidad. Nadie como ella, en efecto, ha sido capaz de acoger y vivir los Misterios que celebramos. Cómo desearíamos volver a ser niños y dejarnos coger de la mano de la Virgen María, Madre de la Iglesia, para que nos vaya acompañando a la hora de acercarnos a los distintos “pasos” de la Navidad; para aprender de ella a buscar en nuestro corazón y en nuestra vida el mejor lugar para Jesucristo que viene; y luego, a llevar por todas partes la Buena Noticia de la Navidad.

El Evangelio de este domingo nos coloca ante el Misterio inefable de la Encarnación. ¡Qué delicadas y escogidas son las palabras…, y los gestos! ¡Qué hermoso y esmerado resulta el conjunto! Y el texto de S. Lucas termina con esta sencilla expresión: “Y la dejó el ángel”. Pero entonces es cuando “el Verbo de Dios se hizo y carne habitó entre nosotros. Y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Jn 1,14). Es “el misterio mantenido en secreto durante siglos eternos y manifestado ahora en la Sagrada Escritura”, como dice S. Pablo en la segunda lectura.

Jesucristo es el descendiente de David por antonomasia, que construirá el templo del Dios vivo, del que nos habla la primera lectura. Él será el templo verdadero y definitivo de Dios; constructor y templo al mismo tiempo. Así llegará a su cumplimiento pleno la promesa del Señor a David.

Los Santos Padres nos enseñan, además, que la Virgen María acogió a Jesucristo antes en su corazón -en su mente- que en su cuerpo. Es como una “doble Encarnación”. Espiritual una, corporal, la otra. La Encarnación corporal es un acontecimiento del todo original e irrepetible; la espiritual, en cambio, está al alcance de todos, y se puede alcanzar en mayor o menor grado. Y de eso se trata en la Navidad: de que el Señor venga más y mejor a nuestro corazón, para quedarse en nuestra vida. Es lo que decíamos el otro día recordando este villancico: “El Niño Dios ha nacido en Belén. Aleluya. Aleluya. Quiere nacer en nosotros también. Aleluya. Aleluya”.

Y esto se consigue, especialmente, a través de dos sacramentos: los de la Penitencia y de la Eucaristía. El sacramento de la Penitencia, o mejor, de la Reconciliación, debe ser el punto culminante de nuestra preparación de Adviento y hace posible que Jesucristo venga a nosotros; la Eucaristía es la Venida misma del Hijo de Dios a nuestro corazón, como vino a Nazaret o a Belén.

Pero la celebración de la Navidad no termina en sí misma, sino que encierra la doble dimensión de la misión de la Iglesia, que es también Madre y Virgen: concebir al Hijo de Dios y darlo a luz al mundo. Y estas fiestas, con su ternura y su encanto, con su alegría y su asombroso e inefable mensaje, constituyen una ocasión privilegiada para llevar el anuncio de la Venida del Señor a los hermanos, al mundo entero.

¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR! ¡FELIZ NAVIDAD!

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