Durante algunos domingos nos hemos venido preguntando por qué tiene el Señor que prescindir del pueblo de Israel, al que había elegido con un infinito amor, y formar un nuevo pueblo. A este interrogante tan importante trata de responder Jesucristo con tres parábolas que presenta a los sumos sacerdotes y ancianos del pueblo, y que estamos escuchando y comentando estos domingos. Hoy llegamos a la tercera.
Se trata de un rey que celebraba la boda de su hijo. Nunca compara Jesús su Reino a cosas pobres, tristes…, sino todo lo contrario. Hoy lo compara a unas bodas. Y ya sabemos cómo se celebraba una boda en Israel, en tiempos de Jesucristo. ¿Y qué boda está celebrando el Rey celestial? La de su Hijo Jesucristo. ¿Y con quién va a “desposarse”? Con toda la humanidad. Por eso, en el Evangelio, Jesucristo se llama a sí mismo “el novio”. (Mc 2,19). ¿Y quiénes estaban invitados? Todos los que pertenecían al pueblo de Israel. Y sucedió que mandó criados para avisar a los convidados, pero no quisieron ir. Volvió a mandar criados, y los convidados volvieron a hacer lo mismo. Es más, algunos llegaron al extremo de echarles mano y maltratarlos, hasta matarlos. ¿Y qué pasó? Que “el rey montó en cólera, envió sus tropas, que acabaron con aquellos asesinos y prendieron fuego a la ciudad”.
Y todo esto, ¿qué significa? Lo que ya comentábamos el domingo pasado sobre una parábola muy parecida: los criados son los profetas, a quienes no hacían caso, y, a veces, los maltrataban y los mataban. Por tanto, es lógico que el Rey diga a los criados: “La boda está preparada, pero los convidados no se la merecían. Id ahora a los cruces de los caminos y a todos los que encontréis, convidadlos a la boda. Los criados salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos. La sala del banquete se llenó de comensales”. Esto quiere decir que el Señor ha dejado al pueblo de Israel, por imposible, y ha formado otro pueblo, constituido no ya por judíos, sino por todos: judíos y gentiles; un pueblo que responda mejor a sus llamadas, a sus invitaciones. Es la Iglesia, a la que llamamos Esposa de Cristo. Y este pacto nupcial será ratificado con su Sangre, derramada en la Cruz. Es la Sangre de la “Alianza nueva y eterna”. San Pablo, escribiendo a los efesios, les dice: “Él se entregó a sí mismo por ella, (la Iglesia) para consagrarla, purificándola con el baño del agua y la Palabra, y para colocarla ante sí gloriosa, la Iglesia sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino santa e inmaculada…”. (Ef 5, 25-27). Pero no se puede pertenecer a la Iglesia de cualquier manera. Dice la Parábola que “cuando el rey entró a saludar a los comensales, reparó en uno que no llevaba traje de fiesta y le dijo: “Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin vestirte de fiesta?” Y lo expulsó. No basta, como decía, con pertenecer a la Iglesia; hay que llevar el “vestido de fiesta”. El Vaticano II nos advierte que “no se salva el que no permanece en el amor, aunque esté incorporado a la Iglesia, pues está en el seno de la Iglesia, con el “cuerpo”, pero no con el “corazón”. (L. G. 14).
La celebración de estas bodas tendrá su punto culminante y definitivo en el Cielo, cuando el Jesús vuelva en su gloria. En efecto, El Espíritu y la Esposa dicen sin cesar: ¡Ven! (Ap 22,17). Entonces nos reunirá en torno a otra mesa, mucho más grande y más amplia, para el banquete definitivo, del que nos habla la primera lectura: “Aquel día se dirá: Aquí está nuestro Dios de quien esperábamos que nos salvara: celebremos y gocemos con su salvación…”
Y porque todo esto es y será así, proclamamos en el salmo responsorial de este domingo: “Habitaré en la casa del Señor, por años sin término”.
¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!
Se trata de un rey que celebraba la boda de su hijo. Nunca compara Jesús su Reino a cosas pobres, tristes…, sino todo lo contrario. Hoy lo compara a unas bodas. Y ya sabemos cómo se celebraba una boda en Israel, en tiempos de Jesucristo. ¿Y qué boda está celebrando el Rey celestial? La de su Hijo Jesucristo. ¿Y con quién va a “desposarse”? Con toda la humanidad. Por eso, en el Evangelio, Jesucristo se llama a sí mismo “el novio”. (Mc 2,19). ¿Y quiénes estaban invitados? Todos los que pertenecían al pueblo de Israel. Y sucedió que mandó criados para avisar a los convidados, pero no quisieron ir. Volvió a mandar criados, y los convidados volvieron a hacer lo mismo. Es más, algunos llegaron al extremo de echarles mano y maltratarlos, hasta matarlos. ¿Y qué pasó? Que “el rey montó en cólera, envió sus tropas, que acabaron con aquellos asesinos y prendieron fuego a la ciudad”.
Y todo esto, ¿qué significa? Lo que ya comentábamos el domingo pasado sobre una parábola muy parecida: los criados son los profetas, a quienes no hacían caso, y, a veces, los maltrataban y los mataban. Por tanto, es lógico que el Rey diga a los criados: “La boda está preparada, pero los convidados no se la merecían. Id ahora a los cruces de los caminos y a todos los que encontréis, convidadlos a la boda. Los criados salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos. La sala del banquete se llenó de comensales”. Esto quiere decir que el Señor ha dejado al pueblo de Israel, por imposible, y ha formado otro pueblo, constituido no ya por judíos, sino por todos: judíos y gentiles; un pueblo que responda mejor a sus llamadas, a sus invitaciones. Es la Iglesia, a la que llamamos Esposa de Cristo. Y este pacto nupcial será ratificado con su Sangre, derramada en la Cruz. Es la Sangre de la “Alianza nueva y eterna”. San Pablo, escribiendo a los efesios, les dice: “Él se entregó a sí mismo por ella, (la Iglesia) para consagrarla, purificándola con el baño del agua y la Palabra, y para colocarla ante sí gloriosa, la Iglesia sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino santa e inmaculada…”. (Ef 5, 25-27). Pero no se puede pertenecer a la Iglesia de cualquier manera. Dice la Parábola que “cuando el rey entró a saludar a los comensales, reparó en uno que no llevaba traje de fiesta y le dijo: “Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin vestirte de fiesta?” Y lo expulsó. No basta, como decía, con pertenecer a la Iglesia; hay que llevar el “vestido de fiesta”. El Vaticano II nos advierte que “no se salva el que no permanece en el amor, aunque esté incorporado a la Iglesia, pues está en el seno de la Iglesia, con el “cuerpo”, pero no con el “corazón”. (L. G. 14).
La celebración de estas bodas tendrá su punto culminante y definitivo en el Cielo, cuando el Jesús vuelva en su gloria. En efecto, El Espíritu y la Esposa dicen sin cesar: ¡Ven! (Ap 22,17). Entonces nos reunirá en torno a otra mesa, mucho más grande y más amplia, para el banquete definitivo, del que nos habla la primera lectura: “Aquel día se dirá: Aquí está nuestro Dios de quien esperábamos que nos salvara: celebremos y gocemos con su salvación…”
Y porque todo esto es y será así, proclamamos en el salmo responsorial de este domingo: “Habitaré en la casa del Señor, por años sin término”.
¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!
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