ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR Domingo 7º Pascua A. LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR


¡Volver a casa, llegar a casa…! ¡Cuánto se desea, cuánto nos conforta, cuánto nos alegra! Y decimos: ¡Por fin, en casa!

He ahí la primera realidad que contemplamos al celebrar este domingo, trasladada del jueves, la Solemnidad de la Ascensión del Señor: El Hijo de Dios “que por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del Cielo…” -hablamos en términos humanos - vuelve a su Casa, a la Casa del Padre, con un cuerpo semejante al nuestro, pero resucitado y glorioso… Y se sienta a la derecha de Dios Padre, es decir, en igualdad de grandeza y dignidad que el Padre. Él es el Hijo amado, el predilecto. (Mt 3,17). Ha terminado su tarea, ha cumplido perfectamente su misión… -“Todo está cumplido”, dijo desde la Cruz. (Jn 19, 30)-. Ahora vuelve al Padre como Vencedor sobre el pecado, el mal y la muerte. ¡Cuánto nos enseña todo esto!

La Ascensión es el punto culminante de la victoria y exaltación de Cristo, que ha abierto de par en par las puertas del Cielo a todos los hombres. Y, desde allí aguardamos y anhelamos su Vuelta gloriosa, como les advierten a los discípulos aquellos “dos hombres vestidos de blanco” (1ª lect.).

La Ascensión de Jesucristo marca así el comienzo de su ausencia visible y de su presencia invisible. Por eso puede tener un cierto matiz de pena, de tristeza…, como contemplamos, por ejemplo, en el himno de Vísperas: “¿Y dejas, Pastor santo, tu grey en este valle hondo, oscuro, en soledad y llanto; y tú, rompiendo el puro aire, te vas al inmortal seguro?”. Es éste sólo un aspecto de esta Solemnidad que se celebra, más bien, en un clima de alegría, como la que contemplamos en los discípulos al volver a Jerusalén “con gran alegría”. (Lc 24,52). Pocas oraciones, a lo largo del Año Litúrgico, tienen un carácter tan alegre y festivo como la oración colecta de la Misa de hoy: “Concédenos, Dios todopoderoso, exultar de gozo y darte gracias en esta Liturgia de alabanza, porque la Ascensión de Jesucristo, tu Hijo, es ya nuestra victoria…”. ¡Somos miembros de su Cuerpo! Por eso escribe S. Pablo: “Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo –por pura gracia estáis salvados- nos ha resucitado con Cristo Jesús y nos ha sentado en el Cielo con Él”. (Ef 2, 4-6). ¡“Nos ha sentado en el Cielo con Él”! Por lo tanto, nuestro destino celestial no es algo que pertenece sólo al futuro, sino que, de algún modo, ha comenzado ya, con Jesucristo y con los santos..., especialmente, con la Virgen María, que está en el Cielo también con su cuerpo glorificado. De esta manera, la Iglesia “contempla en Ella con gozo, como en una imagen purísima, aquello que ella misma, toda entera, ansía y espera ser”. (Vat. II. S. C. 103).

Qué grande y qué hermoso es el destino que nos espera: el Cielo, la Casa del Padre, que es como el hogar de una familia muy numerosa y feliz, liberada por fin, del sufrimiento y de la muerte, y colmada de paz y alegría sin fin. Sólo el pecado grave, que rompe nuestra comunión con Cristo, puede torcer y hacer desgraciado nuestro futuro. Pero el pecado grave se asume libremente, y nuestra comunión con Cristo y con los hermanos puede restablecerse de nuevo por la infinita misericordia de Dios. (1Jn 1, 1-2).

Por todo ello, los cristianos no podemos vivir olvidados del Cielo. Sería absurdo. ¿Cómo vamos a olvidarnos de nuestra casa cuando vamos de camino hacia ella? Ya nos advierte el Señor que hemos de tener nuestro corazón en el Cielo, porque donde está nuestro tesoro, allí estará también nuestro corazón. (Mt 6,20-21). Y S. Pablo decía que si nuestra vida terminase aquí en la tierra, seríamos “los más miserables de todos los hombres” (1Co 15,19). Por tanto, hemos de mirar con frecuencia al Cielo, hemos de desear ardientemente el Cielo, hemos de luchar por el Cielo. Hemos de esperar el Cielo. ¡Así lo han hecho los santos! La esperanza en el Cielo ha sido a lo largo de los siglos el fundamento de grandes realizaciones en la tierra. Es lo que decía el apóstol: “Os anima a esto la esperanza de lo que Dios os tiene reservado en el Cielo…” (Col 1,5).

Los días que van desde la Ascensión a Pentecostés, son siempre días de oración y preparación para esa gran Solemnidad, tratando de hacer revivir en nosotros el don del Espíritu, que recibimos en la Confirmación y solicitando del Espíritu Divino una nueva efusión de su gracia.

De este modo estaremos dispuestos para renovar ese día nuestra condición de testigos de Cristo hasta los confines de la tierra, también a través de los diversos Medios de Comunicación Social, cuya Jornada celebramos hoy, porque “el amor de Cristo nos apremia”. (2 Co 5,14). ¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!

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